Cuando los franceses dicen de alguien que "trabaja el sombrero" quieren decir que está loco. Yo no trabajo el sombrero en el estricto sentido de los franceses, pero mis sombreros y yo, tenemos una gran complicidad y nos rendimos mutuos servicios.
Mi despoblada cabellera, me indujo hace tiempo a cubrir mi cabeza. Si en primavera he de resguardarme de la lluvia, en verano he de hacerlo del sol, en otoño del viento y en invierno debo protegerme del frío.
En mis años de vida en el desierto, llegué a usar el práctico turbante, para no inspirar la fina arena suspendida en el aire, pero de joven, lo habitual era llevar la cabellera al viento o usar una gorra.
Los años senectos, de plateadas sienes y tupé ausente, son tiempos de sombrero. Los tengo de diversos materiales, colores y diseño, quizás, para conferir a mi rostro, una variable expresión, puesto que mi tendencia monótona de vida, es la de ojos curiosos y sonrisa persistente.
Mi primer sombrero y más querido, es uno mal llamado de Panamá, pues en realidad, los auténticos sombreros de toquilla, diseño Gamboa, son de Ecuador. Es de ala ancha y tiene una cinta negra. Es precioso y cuando me paseo con él, me protege del buen sol en sus horas de mayor trabajo.
Me protege, me confiere un cierto aire de señorío y que no se enteren los franceses, es mi secreto cómplice.
Es como si mis neuronas se comunicaran con sus fibras a través de los cabellos que aún sobreviven en mi testa.
Parece divertirse, cuando me lo pongo con cierta vanidad, me lo quito en lugares cubiertos o moldeo ligeramente su ala delantera, a lo Humphrey Bogart, pero en pobre y sin el cinematográfico glamour de Casablanca.
Sonríe, cuando ladeo discretamente la cabeza al paso de una preciosa mujer y se carcajea abiertamente, cuando al callejear para ver el mundo, pienso alguna de mis abundantes picardías.
Tan cerca está el sombrero de mis sentimientos, que a veces desearía experimentar mis sensaciones por sí mismo.
A veces, me pregunta qué se siente al recibir el cálido beso de una mujer y me recrimina que me quite el sombrero cuando voy a rozar sus labios.
El pasado mes de enero, lo paseé por el mágico Egipto. Disfrutó en el Valle de los Reyes, se conmovió ante las impresionantes pirámides, se inquietó por la cercanía de un cocodrilo y se emocionó durante el crucero por el Nilo.
Estaba subyugado en el barrio Al Kalhili, en El Cairo. Sentía curiosidad por los típicos turbantes de los cairotas y los velos de sus mujeres. No tenían alas como él y se preguntaba por su forma de ser útil.
Estábamos en un restaurante. Una mujer con burka, comía con dificultad acercando a la boca una cuchara bajo su limitante velo.
Mi sombrero de Panamá, reposaba sonriente sobre el asiento corrido donde me encontraba sentado.
Muy cerca de él, se encontraba el trasero de una de mis compañeras de viaje. Mi sombrero estaba curioso y emocionado, ajeno a la tragedia que se le venía encima.
En un aciago movimiento, mi amiga se sentó descargando sobre mi Gamboa toda su humanidad.
El pobre, quedó literalmente planchado y notoriamente perjudicado; tanto, que la autora del inesperado planchado lo dio por desahuciado y me ofreció un nuevo sombrero.
No podía aceptarlo. Mi sombrero era parte de mi personalidad, cómplice de mis ideas y tenía mi sudor de muchos caminos.
Lo tomé cariñosamente entre mis manos, lo recompuse como pude, le restablecí su dignidad y me lo puse nuevamente en la cabeza. Agradeció mi comportamiento, aún aturdido como estaba.
Desde aquel día, el Panamá me avisa cuando otea desde su altura una preciosa mujer, aunque lo hace preocupado por mi integridad personal, por considerarlas muy peligrosas y tal vez, no le falte razón.
Mi despoblada cabellera, me indujo hace tiempo a cubrir mi cabeza. Si en primavera he de resguardarme de la lluvia, en verano he de hacerlo del sol, en otoño del viento y en invierno debo protegerme del frío.
En mis años de vida en el desierto, llegué a usar el práctico turbante, para no inspirar la fina arena suspendida en el aire, pero de joven, lo habitual era llevar la cabellera al viento o usar una gorra.
Los años senectos, de plateadas sienes y tupé ausente, son tiempos de sombrero. Los tengo de diversos materiales, colores y diseño, quizás, para conferir a mi rostro, una variable expresión, puesto que mi tendencia monótona de vida, es la de ojos curiosos y sonrisa persistente.
Mi primer sombrero y más querido, es uno mal llamado de Panamá, pues en realidad, los auténticos sombreros de toquilla, diseño Gamboa, son de Ecuador. Es de ala ancha y tiene una cinta negra. Es precioso y cuando me paseo con él, me protege del buen sol en sus horas de mayor trabajo.
Me protege, me confiere un cierto aire de señorío y que no se enteren los franceses, es mi secreto cómplice.
Es como si mis neuronas se comunicaran con sus fibras a través de los cabellos que aún sobreviven en mi testa.
Parece divertirse, cuando me lo pongo con cierta vanidad, me lo quito en lugares cubiertos o moldeo ligeramente su ala delantera, a lo Humphrey Bogart, pero en pobre y sin el cinematográfico glamour de Casablanca.
Sonríe, cuando ladeo discretamente la cabeza al paso de una preciosa mujer y se carcajea abiertamente, cuando al callejear para ver el mundo, pienso alguna de mis abundantes picardías.
Tan cerca está el sombrero de mis sentimientos, que a veces desearía experimentar mis sensaciones por sí mismo.
A veces, me pregunta qué se siente al recibir el cálido beso de una mujer y me recrimina que me quite el sombrero cuando voy a rozar sus labios.
El pasado mes de enero, lo paseé por el mágico Egipto. Disfrutó en el Valle de los Reyes, se conmovió ante las impresionantes pirámides, se inquietó por la cercanía de un cocodrilo y se emocionó durante el crucero por el Nilo.
Estaba subyugado en el barrio Al Kalhili, en El Cairo. Sentía curiosidad por los típicos turbantes de los cairotas y los velos de sus mujeres. No tenían alas como él y se preguntaba por su forma de ser útil.
Estábamos en un restaurante. Una mujer con burka, comía con dificultad acercando a la boca una cuchara bajo su limitante velo.
Mi sombrero de Panamá, reposaba sonriente sobre el asiento corrido donde me encontraba sentado.
Muy cerca de él, se encontraba el trasero de una de mis compañeras de viaje. Mi sombrero estaba curioso y emocionado, ajeno a la tragedia que se le venía encima.
En un aciago movimiento, mi amiga se sentó descargando sobre mi Gamboa toda su humanidad.
El pobre, quedó literalmente planchado y notoriamente perjudicado; tanto, que la autora del inesperado planchado lo dio por desahuciado y me ofreció un nuevo sombrero.
No podía aceptarlo. Mi sombrero era parte de mi personalidad, cómplice de mis ideas y tenía mi sudor de muchos caminos.
Lo tomé cariñosamente entre mis manos, lo recompuse como pude, le restablecí su dignidad y me lo puse nuevamente en la cabeza. Agradeció mi comportamiento, aún aturdido como estaba.
Desde aquel día, el Panamá me avisa cuando otea desde su altura una preciosa mujer, aunque lo hace preocupado por mi integridad personal, por considerarlas muy peligrosas y tal vez, no le falte razón.
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