lunes, 5 de septiembre de 2016

Amar no es de idiotas

Los mosquitos no me han alegrado la noche, aunque sean inofensivos, comparados con los "mercenarios alados de sangre, malaria, dengue, chikungunya y zika", que asolan amplias regiones del mundo. Estos míos, son nacidos y crecidos en mi jardín y han tenido la suerte, para mi desgracia, de escaparse de las ranas y peces de mi estanque.

Pero aquí estoy, aporreando el teclado, tras un tardío desayuno, mientras miro el apabullante verdor de mi jardín, que es mi pequeño paraíso personal.

La gente busca las sombras donde puede y se refresca en las aguas del mar, como si hubieran huido en masa de los metros de las ciudades, las colmadas oficinas de corbata y ordenador, las cadenas de fabriles de producción o de las listas del paro. Hasta las manifestaciones sindicales y los perroflautas, han abandonado los asfaltos del circo de la vida en busca de termómetros más llevaderos.

Mientras, disfruto de la serenidad en mi torre de marfil, repasando historias, mirando mi futuro y disfrutando el paisaje del día, con estómago satisfecho y alegría de haberme conocido.

Vienen a mi mente, muchas cuitas de amores, no forzosamente de "Encuentros en el Sexto Mandamiento", sino de miradas tiernas de madre, manos firmes de padre, ojos cansados de abuelo, de amigos emigrados al "más allá" ya retornados al "polvo eres y en polvo te convertirás" y por supuesto, amores de juventud perdida.

Tengo igualmente presentes los amores de hijos y nietos, así como de los compañeros de amistad por los senderos de la vida.

Vivo preocupado por la seguridad, la felicidad y el bienestar de mis seres queridos, en la amplia acepción del término y siempre temo un momento negro que les arranque de mi vida y de mi corazón.

No es por ser excesivamente timorato, es que ver volar un hijo en parapente, saber que sube altas montañas o que se sumerge en las profundidades del mar, no son motivos de sosiego.

A veces, los seres humanos, somos inconscientemente reacios a querer mucho a una persona, por miedo a perderle. Actuar así, implicaría no disfrutar del amor de pareja, de padres, hijos, nietos amigos y porqué no hasta de nuestras mascotas.

No hace mucho oí un desafortunado comentario, de alguien que no quería amar, por miedo a perder la persona o el animal querido. Al parecer, era de idiotas llorar por ejemplo por una mascota, razón por la que nunca quiso tener un animal de compañía.

Debemos amar, mucho y bien, ser felices con las oportunidades que nos brinda la vida y si a veces, un momento aciago, una enfermedad o un desamor, nos arrancan un ser querido, hemos de enfrentar con valentía la situación, sin maldecir la fatalidad, sino agradeciendo el privilegio de haber compartido un amor maravilloso o la fiel compañía de un perro.

Amar es un riesgo fantástico y quienes conjugamos este verbo, no debemos sentirnos idiotas, por emocionarnos con el más maravilloso sentimiento.








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