Ya huele a otoño. Los turistas se han marchado, hemos retomado la calma y en parte nuestra diluida identidad. Las mareas vivas están por llegar y los vientos se harán notar con más intensidad.
Los árboles ofrecen sus primeras hojas del color de la sangre y del oro y algunas hojas, bailan pardas y muertas sobre el jardín.
Los renacuajos aun cabecean por decenas en el estanque, lo que me desconcierta a estas alturas de septiembre. Muchos habían sido presa de larvas de libélulas, auténticas depredadoras de la microfauna acuática y otros no sobrevivirán los primeros fríos por llegar.
El nido de jilgueros, ya vacío, tal vez resista las inclemencias del invierno para ser testigo de nuevas vidas de primavera. Los caracoles aún salen a pastar el jardín, disfrutando de la humedad de la reciente lluvia. Las mariposas vuelan con sus colores por los arbustos del jardín y las últimas flores se marchan con las hojas para siempre.
Algunos mirlos clavan su pico en el prado capturando gusanada y los petirrojos aún no mueven su grácil cola por los verdes colores del jardín. Los humildes gorriones, siempre presentes, las tórtolas y algunas esquivas palomas torcaces, acuden a beber y a bañarse en el estanque.
Sin embargo, hoy no mueren solo las hojas de mis árboles. El ciclo de la vida y la muerte, se juega cada día en mi pequeño jardín, como se representa, salvadas las diferencias, en la inmensidad de la sabana africana, ya sea en el Serengetti, en el Ngorongoro o en el delta del Okawango.
Pero hoy, es otra muerte la que me invade el alma y ha cambiado el placer de mi iniciada escritura. A medio artículo, he recibido la noticia de la pérdida de un ser querido y se ha torcido mi inspiración. Se llamaba Olga y era la madre de un cuñado. Compartí con ella muchas comidas familiares, muchas sonrisas y muchas anécdotas de su dilatada e interesante vida.
Olga, hija de vascos, nacida en el Salvador, con doble nacionalidad costarricense y española, una señora de educación exquisita, cosmopolita, jovial y esencialmente buena, se ha marchado para siempre.
Se va como las hojas y las flores de mi jardín, habiendo creado vida, dado sombra y aportando belleza. Pero sobretodo, lo que más ha dado ha sido amor. Se va sin besar un nuevo otoño, pero quedan sus hijos, sus nietos y todos los que hemos tenido el privilegio de disfrutar de su optimismo y bondad.
Olga será un recuerdo en la memoria y en el corazón y un ejemplo en la ausencia para quienes la conocimos.
Oro y sangre en el jardín, luto y dolor en el alma. Descanse en paz
Miguel lo siento mucho.... Un abrazo inmenso
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