Desde 1978 a 1982, residí en Melilla y desde allí, me desplacé a los desiertos de Marruecos y Argelia.
En el 2017, tuve el privilegio de conocer el desierto del Danakil, en el norte de Etiopía, en su límite con Eritrea.
En esta ocasión, me colgué la mochila con un destino ineludible: el desierto de Egipto. Es el lado oriental de un Sahara, que ya he visitado en sus vertientes norte, sur y oeste.
No era solo una visita de arena, sol, oasis, jaimas y camellos. Esta vez, fui a una de las grandes civilizaciones de la historia antigua.
No viajé sólo. Mercedes, Esther y Vibeke, fueron mis tres amigas y me aportaron compañía, solidaridad y alegría.
Al llegar a El Cairo, continuamos viaje aéreo hasta Luxor. En el control de visados, tuvimos nuestro primer encuentro de civilizaciones.
Tuvimos que dejar paso a un árabe vestido a la europea, pues tenía prisa por embarcar. Iba seguido de tres mujeres ensabanadas en negro y una retahíla de hijos pequeños.
El funcionario no pidió a las mujeres que asomaran su faz, por lo que me pregunté para qué servía el pasaporte.
Cuando quisimos pasar el control, se coló otro árabe con sus tres mujeres y su crianza y nuevamente, un tercer árabe se dispuso a realizar la misma maniobra. Casi una treintena de personas, nos puso en la tesitura de perder nuestro propio vuelo.
Las mujeres seguían diligentemente las indicaciones de sus respectivos maridos, mientras yo, también acompañado de otras tres mujeres europeas, debía tentarme la ropa para no perder la compostura de macho alfa, pero menos.
La noche nos envolvió en Luxor y dormimos agotados en el barco en el que realizaríamos el crucero por el Nilo.
Nos despertó el bullicio de la mañana y desayuné dedos del sol, como llaman los argelinos a sus dulces dátiles del desierto.
Al descender del barco, me deslumbré con el cálido sol del sur de Egipto, respiré profundo, olí aires de exotismo y soñé los momentos que me tocaría vivir.
Esperaba ver las orillas del Nilo, como un largo y estrecho escenario verde, con niños corriendo, mujeres en sus afanes de vida y hombres sobre sus pequeños burros morunos. Deseaba tocar las piedras que fueron testigo de la milenaria historia de los faraones y navegar en dromedario, sobre las dunas, cuál doradas olas de arena.
Ansiaba caminar entre exóticos hombres de turbante y mujeres con subyugantes velos de misterio; me disponía a cambiar el sonido de los cristianos campanarios, por la llamadas a la oración de los muecines y quería adentrarme en el vivo caos de estrechas y retorcidas calles, preñadas de vendedores ambulantes.
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