Los camellos navegaban por las olas del desierto, dunas de cálida arena que reflejaban en la cara, las llamaradas de un sol implacable.
El cansino vaivén de la montura, castigaba mis riñones. Mientras, mi rostro escondido tras la tela de mi turbante, evitaba los lacerantes granos de arena que el viento arrastraba.
Mis labios, resecos y algo hinchados, pedían el agua reparadora, imprescindible para la vida, especialmente en aquél infierno.
El horizonte era infinito. El pedregoso camino discurría entre las móviles dunas, que parecían vivas y amenazaban con sepultarrnos.
Solo era un punto animado, en la caravana de camellos, que el atardecer desdibujaba a medida que el cansado sol daba paso a la penumbra. Paulatinamente, el firmamento se llenaba de estrellas.
El calor dejaba paso al frío de la noche, y mi cuerpo se resentía de los 50 grados de diferencia. Doliente y extenuado, pedía el fin del exótico suplicio y añoraba una jaima de lana de camello, con gruesas alfombras, donde reposar mis huesos.
Súbitamente, aparecieron en el horizonte las siluetas de unas palmeras; estaban medio escondidas tras unas dunas. Un lejano sonido, anunció la presencia de vida y un fuego anunció algo parecido a un hogar. Los camellos aceleraron el paso y fueron hacia el abrevadero junto al pozo de aquél oasis.
Bajamos de las monturas, desentumecimos los huesos, saludamos a los beduinos y nos sentamos junto a ellos bajo una de sus jaimas.
Un rebaño de ovejas balaban en la noche, mientras un beduino rezó una oración antes de degollar un cordero para celebrar nuestro encuentro.
Nos ofrecieron la bienvenida del desierto: leche de camella y dátiles del oasis. Mis labios parecieron rejuvenecer y mi estómago agradeció el dulce sabor del desierto.
Una pala de cavar, contenía el sangrante hígado del cordero sacrificado. Desprendía el vapor que contenía el interior del pobre animal y su sangre teñía de rojo la dorada arena del desierto.
Cerré los ojos, abrí la boca y tragué aquel bocado repugnante.. Limpié las comisuras de mis labios y no quise repetir más.
Unos deliciosos pastelillos de frutos secos y miel, me devolvieron al placer. Finalmente, bebí sin medida varios vasos de té verde hierbabuena y azúcar.
Los hombres del desierto, cantaron y bailaron en la arena, alrededor de las llamas de la hoguera. Su repetitiva música, parecía ponerlos en trance. Mientras, millones de estrellas, de un negro y nítido firmamento, parecieron decirme que aquél paraíso compensaba mi infierno bajo el sol.
Me refugié bajo una jaima, me acosté sobre una desgastada alfombra y me arropé con una manta de lana. Olía a grasa rancia de camello, pero mis párpados de plomo, cerraron mis ojos hasta el amanecer.
Por la mañana, bebí leche y miel, el sabor que sueñan los beduinos en una tierra prometida, en un paraíso donde les esperan bellas huríes entre transparentes velos de pasión, bailando la sensual danza del vientre.
Me levanté y al salir de la jaima, el tímido sol de la mañana, amenazó mi nuevo presente
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