viernes, 4 de mayo de 2018

Los libros de mi vida

La p con la a pa; la m con la a, ma, y así, poco a poco, aprendía a arrancar los sonidos y las ideas de los textos escritos.

Ya de niño, leía lo que llamábamos entonces, los tebeos. Aquellos dibujos con figuras como Carpanta, O Mortadelo y Filemon, El Capitán Trueno, Zipi y Zape, El Jabato, El llanero solitario, el Botones Sacarino, etc., dieron paso a Roberto Alcázar y Pedrín,  Hazañas bélicas, etc., y supusieron el primer paso hacia la lectura y mi formación humana.

Con los años, los gustos de lectura se sofisticaron y leí las novelas del oeste, de Marcial Lafuente Estefanía, para seguir con Julio Verne y otros textos, que me hicieron soñar con lejanos mundos que vería más tarde que nunca.

Eso recordaba, cuando hace unos meses, pisaba islas exóticas, y recónditas, que consideraba inaccesibles para mi vida y me refiero a Sumatra, Java y Borneo, por ejemplo. Más recientemente, pensé lo mismo al sobrevolar el Everest o verme entre monjes budistas y santones hinduístas.

Pero antes de llegar a esta tardía, pero ansiada realidad, tuve que "beberme" muchos libros de texto, en mis distintas etapas formativas, como la preescolar, la secundaria y la universitaria.

"Ingería" numerosos conocimientos, sin saber porqué, ni para qué, ni cómo podría sacarle provecho a aquéllos costosos esfuerzos que iban llenando mis ojos de dioptrías.

Cada octubre, olía con satisfacción, la tinta de los nuevos libros de texto y más tarde con los años, olería los tesoros bibliográficos con olor a libro viejo, humedad y polilla.

Acariciaba los libros, los olía, transportaba su peso en mi cartera y de todos ellos, aprendí conceptos, ideas y técnicas. Poco a poco, fueron estructurando mi mente, desarrollando mi intelecto y llenando mi vida de sueños y conocimientos.

Todo se almacenaba en mi joven cerebro, añadiendo palabras a mi vocabulario, que ya se hacía mayor, hasta permitirme, sin darme cuenta, ser lo suficientemente culto.

No es que yo fuera más inteligente que otros, es que tuve la suerte de nacer en el seno de una familia, con necesarios medios, aunque no boyantes, y la suficiente visión, para darme en herencia, la riqueza más preciada: la formación, la curiosidad, la autosuficiencia y la capacidad de emocionarme con el conocimiento en todas sus manifestaciones.

Mis ansias juveniles, se decantaron por numerosas enciclopedias de fauna animal. Más tarde, la carrera universitaria, me permitió profundizar en esa rama del saber e hice de ello, mi vocación y medio de vida.

Con los años, volví los ojos a otros conocimientos humanos que otrora no llamaron mi atención: historia, arte, geografía y etnografía, me abrieron nuevas inquietudes que tal vez, algún día me lleven al campo de la filosofía.

Si alguien me pregunta qué autores me gustan más, contestaría que Ken Follet y Noah Gordon. Pero si me preguntaran qué libro leo ahora, diría que ninguno. Y si quisieran saber cuando leí mi último libro, diría que no me acuerdo.

¿Qué ha pasado pues, para que haya llegado a esta situación? ¿Qué ocurre para que ni siquiera lea cuando se celebra el día del libro acompañado por una rosa?

Sencillamente, que en vez de leer magníficos libros de autores consagrados, no paro de escribir artículos en mi blog.

He pasado de ávido aprendiz del conocimiento ajeno, a empedernido escritor de ideas propias, con poca fe eso sí, de ser un exitoso escritor. Un artesano de la palabra, que difunde sus ideas;  un modesto setentón, que disfruta haciendo de albañil de la literatura, uniendo palabras como ladrillos, para hacer bonitos edificios de sabiduría. 

Un cúmulo de experiencias, en las que se encuentran los abrazos, las miradas, las sonrisas y la interrelación que realizo con otros seres humanos de los cinco continentes, con corbata o con taparrabos; en la selva o en desierto; en la opulencia o en la indigencia; pero siempre, con la curiosidad, el respeto y el amor por la vida humana, de este planeta que no cesa de girar.   


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