Los cerezos han vestido de novia mi paisaje. El sol templa la mañana y las nubes han huido llorando.
Las abejas trabajan mis sabores de verano, las gaviotas han volado a la mar, las tórtolas beben en el estanque, los mirlos buscan gusanada y las avispas han vuelto a anidar en el buzón de correos.
El mástil pide una nueva bandera; con los mismos colores, pero entera, pues la que antaño voló la patria al viento, se hizo jirones bailando en el paisaje.
Las campanadas del viejo reloj, me recuerdan que el tiempo pasa; las vacas de la colina, comen el verde para hacer mi desayuno y los erizos aguardan en su madriguera las horas oscuras para comer los caracoles.
El paisaje está quieto, ausente de vientos que le inviten a danzar con la música de la vida. Hay paz, belleza y serenidad; hay bienestar y felicidad.
Si, me apasiona viajar y también vivir la querencia. Son hermosos los paisajes ajenos y curiosas las mentes lejanas, pero en el fondo, nada hay más placentero que el corazón amigo, el rincón personal, las viejas zapatillas y el hundido sofá que ha soportado tantos sueños de hogar.
No consiste sólo en cantidad de tiempo, sino sobretodo, en calidad de horas de reloj, compartiendo la piel de los seres queridos.
Hay quienes piensan que los empedernidos viajeros no tenemos raíces de amor y buscamos en el viento, la huida por los mundos de la aventura. Creen que hay que vivir hundido en el terruño local, como el canario que no sabe volar si le abren la jaula.
Si todos fuéramos así, no conoceríamos el té ni el café; no comeríamos patatas, ni siquiera naranjas; no sabríamos lo que es la seda ni tan siquiera podríamos disfrutar de las especias. La vida no tendría colores y los alimentos no tendrían sabor.
Mirarse eternamente a los ojos, sin más horizonte que el propio paisaje de siempre, puede ser muy hermoso, pero también lo es otorgar hojas de calendario a ruidos lejanos, de razas y afanes diferentes, de costumbres y pensamientos anclados en el pasado o con ansias de un futuro que se hace día a día.
Ir, ver, sentir, añorar y volver. Amar, compartir, refugiarse en el caliente rincón de madriguera, soñar y más tarde, seguir la brújula de nuevos e ignotos caminos, no siempre cómodos ni seguros, pero siempre maravillosos.
El mundo no sería como es, sin gente pegada al terreno, sin marinos que se adentran en los mares, sin aventureros que caminan los desiertos o sin científicos que investigan los misterios del saber.
He sido un soñador anclado en la responsabilidad de mi familia, convertido en noray, para que mis hijos pudieran atracar seguros en el puerto, las naves de sus aventuras juveniles.
He sido, pero ahora, tras el deber cumplido, con hijos maduros, responsables y autónomos, me siento libre para soñar mis propios paisajes.
Nunca pierdo la referencia de mi origen. No necesito echar garbanzos al camino, para encontrar el calor de mi hogar. Sé viajar y sé volver. Doy rienda suelta a mi frenética curiosidad, doy caminos a mis zapatos y sudores de mochila a mi espalda. Doy oxígeno a mi viejo corazón y trabajo a mis sueños y añoranzas.
Vivo intensamente, como un guerrillero de la aventura, en un "me voy y vengo", alternando faunas, paisajes y paisanajes, atravesando husos horarios, alternando la Estrella Polar con la Cruz del Sur y viviendo mas de una primavera cada año.
Estoy feliz en mi querencia, bajo el techo de mi hogar. Me emocionan mis cerezos en flor y los pequeños detalles de mi vida,
Me conmueven las miradas cómplices de mis amigos y los abrazos de mis seres queridos, pero también sueño con una Etiopía que me atrae a pesar del cruel desierto del Danakil, el volcán Erta Ale y las belicosas tribus del río Omo.
Volaré a extraños lugares, volveré para abrazar los sentimientos de mi hogar y quizás llegue a tiempo, para saborear las cerezas que el sol madure en mi ausencia
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