Llevaba mi cámara al cuello y le enfoqué. Estaba quieto y me miraba fijamente, intentando adivinar mis intenciones. A veces, miraba atrás, para ladear nuevamente su cabeza hacia mi.
Me moví pausadamente sin despertar recelos que le pusieran a la defensiva. Ambos nos clavamos los ojos y pasaron unos maravillosos y emocionantes segundos.
Agachó la cabeza e inició nuevamente su marcha, pero le siseé y me hizo una nueva pose. Repetimos la maniobra al menos tres veces y finalmente, se adentró en la espesura del roquedal, caminando al futuro.
Nada que ver con la gran fauna africana de varias semanas atrás, pero fue una emoción local, casi entrañable, vivida entre un astuto del monte y un viejo soñador.
Evoqué mi encantador Rommel, el feneco o el zorro del desierto que crié en Mauritania y traje conmigo a Europa, en 1973.
Instalado en el pasado, un recuerdo me llevó a otro, sin que mi consciente supiera lo que mi subconsciente tramaba. Mi memoria me trajo sabores perdidos, de pan con manteca colorá, carne en manteca blanca, acebuches, palmitos, altramuces, bellotas, higos chumbos, cabrillas, algarrobas, mostachones, bienmesabes y un sinfín de experiencias de niñez.
Sentía las cálidas caricias de mis padres, infundiéndome protección y cariño, cuando un ¿papá, no me oyes?, me trajo al presente.
Seguimos el sendero, disfrutando el azul del cielo y el verde del paisaje. Vacas y ovejas, parecían mirarnos con curiosidad, mientras el campanario de la iglesia, se clavaba mudo en la línea del cielo, sin llamadas de religión.
Entramos en casa y comimos los sabores del presente, mientras se desvanecían mis recuerdos, como las pelusas de las flores silvestres, lo hacen frente al viento.
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