Mi infancia fue de leche y miel; de juegos e ilusiones, sin abundancia, pues la época no daba para más, pero enormemente feliz, bajo la tierna mirada y el cariño de mis padres.
Pasaba las horas rodando una pelota, bailando una peonza, jugando a las canicas, entreteniéndome con animales y comiendo pipas, algarrobas, bellotas, altramuces, paloluz, caña de azúcar, castañas, palmitos y otras chucherías que me alegraban la vida.
En la calle, los ropavejeros compraban ropa vieja, lana de colchones, hierros viejos o vendían manzanas de caramelo, algodón dulce, tortas de aceite, garrapiñás, pestiños, jabón verde, cocos y cuanto supusiera una fuente de ingresos en una España de postguerra de ganarse la vida como se pudiera.
Por haber, había hasta recogecolillas, con un bastón terminado en pincho para tal menester y luego las desgranaban para sacar unas hebras o una estacas de tabaco ya ahumado para revender.
No andábamos sobrados, pero la risa nos llegaba hasta las orejas, mientras muchos zagales, portaban ropas heredadas, con algún remiendo y los adultos, le daban la vuelta a las camisas, para aprovechar la tela hasta que ya trapos, solo valían para limpiar.
Vivíamos felices la calle, con tirachinos, balines, cerbatanas, carracas, cariocas y hasta con cometas que casi nunca conseguíamos volar.
Más tarde, tuvimos bicicletas, patines con ruidosas ruedas de acero y juegos de salón, como el palé, la oca o el parchís, que nos socializaban en un mundo sin televisión ni juegos electrónicos.
Pero no todo vida entre algodones. Era un niño travieso e inquieto y propenso a los percances. Mi cuerpo tenía más mataduras que un burro viejo.
Eran frecuentes los raspones en las piernas y en los brazos, por jugar en campos de tierra, las brechas por pedradas en luchas infantiles, y arañazos por subirme a los árboles.
Aquéllos accidentes no fueron más que percances de vida de un bebé que se convirtió en niño, luego en adolescente, joven y finalmente en un adulto responsable.
Pero no solo vi mi sangre. A veces, tuve experiencias ajenas a la vida de un niño.
Cuando acompañaba al campo a mi padre, que era veterinario, veía las operaciones que hacía a los animales. Al principio, me impresionaba, pero sabía que era para curarles y asegurar su vida.
Alguna vez, me llevóaba al matadero municipal, donde veía sacrificar animales, lo que me producía una fuerte impresión. Recuerdo ver allá a banderilleros y toreros, que mataban las reses con puntilla o con estoque de descabello, para dominar el arte taurino y lucirse en las plazas.
Aún no comprendo cómo mi padre, me enseñó a dar la puntilla a los toros. Una vez, faenaron una vaca y vi con horror, que tenía un feto en su interior. No podía imaginar entonces, que ya veterinario, debería ver cientos de sacrificios en los mataderos españoles.
También vi sangre en las plazas de toros. Mi padre era también veterinario de la Maestranza de Sevilla y desde bien niño, vi clavar banderillas, picar los toros, estoquearlos y darles la puntilla.
Para mí era un drama, ver a mi madre sacrificando pollos o pavos en mi casa. Era lo habitual en Navidades, cuando en casi todos los barrios de Sevilla, había puestos de pavos vivos para celebrar la Nochebuena.
Una vez, en Virgen de Asunción, muy cerca de la plaza de Cuba, vi un hombre que gritaba desesperado, mientas sangraba por el cuello. Habían intentado degollarle e iba dando traspiés mientras perdía fuerza. Es un recuerdo que nunca podré borrar, como tampoco olvidaré una pelea de navajas entre gitanos de un poblado llamado Lafite, cercano a mi barrio.
Cuando veo el telediario, me entristece ver los niños que han nacido, viven y mueren en las ciudades destruidas por el horror y la barbarie.
Son niños sin infancia ni alegría, habituados a sangre de muerte, a llantos plañideros, a miseria, miedo y desesperanza. Han nacidos en el odio, son víctimas de políticos que juegan a la guerra, de fundamentalistas que imponen su sinrazón y de asesinos que destrozan la vida de inocentes para convertirlos en niños de la guerra.
Tuve mucha fortuna. Fui feliz en una España de postguerra. Tuve salud, amor y suficiente comida para jugar, reír y soñar un mundo de colores que hoy disfruto en el ocaso de mi vida.
Otros, viven la tragedia y no dejan de ser una imagen penosa en un telediario, mientras nos entregamos insensibles, al placer de un mundo opulento.
Tu descripción de tu infancia me demuestra las diferentes costumbres que existen dentro del mismo pais. Me has recordado los recogedores de colillas que me llamaban la atención y me olvidé. Que evolución, o no, porque hoy en día.....
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