Lapland, la Laponia sueca, se encuentra en el Círculo Polar Ártico. Para llegar allí, desde el sur del país, necesitamos día y medio de viaje, primero en coche, luego en ferry y finalmente, en tren. Este enclave, se halla en el límite de la frontera norte con Noruega y Finlandia. Está más al norte que la mayoría del territorio de Canadá e incluso Siberia. Es decir, es un lugar muy, pero que muy frío.
En sus alrededores, es muy probable ver auroras boreales. En él abundan alces, linces, osos, wolverines, lobos, zorros árticos, urogallos, etc.
Durante nuestra estancia en el sur, habíamos visto grandes heladas, pero no había nevado. Pasar las Navidades en Suecia sin ver la nieve, era para mí una sorpresa y una decepción, pero sabía que en Lapland sería diferente. Nuestra primera parada, sería Abisko, muy cerca del famoso Tromso noruego.
Cuando llegamos a nuestro hotel, vimos una hamaca y consideramos que era una nota de humor, pues en nada se parecía aquél paraje a un país tropical. No tardaría en fotografiarme en ella.
Los alrededores eran impresionantes. Comprendí enseguida, que Gunilla y yo, proveníamos de dos mundos muy diferentes. Ella estaba feliz en su medio, mientras yo, aún admirando aquel hermoso lugar, tenía el alma encogida.
Vimos una cascada helada. Un monitor del hotel, enseñaba a escalar la pared de hielo, con arneses de seguridad. Recordé mis escaladas en roca, cuando hice cursos de alpinismo en los Pirineos, a mis 22 años y pensé que, tal vez, aún no era lo suficientemente viejo y podía hacer una pequeña locura. Reservé una hora para subir al día siguiente, a primera hora, pero durante la noche, comprendí que debía anular la reserva.
Hicimos una travesía por un circuito prefijado. Íbamos con linternas frontales, pues desconocíamos si nos caería la noche antes de terminarlo, dado que no había más de 2 horas de luz al día.
Pasamos por un túnel decorado con escenas de los samis, el pueblo nómada de la región, que en contra de lo imaginado por mí, no eran morenos y de ojos rasgados, sino rubios y de ojos azules. A nuestro paso, oíamos música sami que se activaba automáticamente con sensores de movimiento.
Llegamos a un mirador cubierto, revisto como puesto de observación de auroras boreales
El paisaje era maravilloso y divisamos un alce en la lejanía
Al hueco entre las dos montañas, le llaman la "Puerta del norte"
Sentados en el autobús, percibimos los efectos de la ventisca de nieve sobre las ventanas del vehículo. En estas condiciones, temíamos que el viaje que emprendíamos, fuera un infierno
Tras la cena, Gunilla y yo nos alejamos aproximadamente un km del hotel. Era de noche, pero había luna llena. Pretendíamos ver auroras boreales, lejos de la contaminación lumínica artificial. Me inquietó oír el crujido de una rama rota y pensé qué pasaría si hubiera lobos por el lugar. Estábamos solos, sin protección alguna e insistí en volver.
Horas más tarde, fuimos con más personas al mirador que ya habíamos visitado de día. Pasamos mucho tiempo, expuestos al frío y al viento, siendo un fiasco, por lo que regresamos definitivamente al hotel.
Estuvo nevando toda la noche con una fuerte ventisca. El tren proveniente de Noruega que nos recogería a media mañana, no pudo emprender el viaje. El osado conductor de un autobús, nos llevó a primera hora hacia Kiruna, donde pasaríamos mucho tiempo hasta que un sami, nos llevara a un centro ecuestre donde nos alojaríamos aquella noche.
Circular por aquella ciudad minera por aceras heladas y caernos al suelo en varias ocasiones con nuestras pesadas mochilas, fue sin duda la peor experiencia de mi larga estancia en Suecia.
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