Muchos sueñan un mundo sin banderas, sin barreras, sin prejuicios, sin clases sociales, ni frenos a la libertad.
Un mundo igualitario, donde prime la justicia social, se respeten los derechos humanos, se elimine la explotación del hombre por el hombre y desaparezcan las leyes que ahogan sus sentimientos.
Pero estos sueños, no son más que una utopía, que los viejos sabemos imposible.
Hay barreras ideológicas, religiosas, económicas, sociales, raciales e incluso, demasiada historia, que impiden progresar hacia esa utopía.
En estos tiempos, caen muchas murallas en pro de grandes conglomerados humanos. Desaparecen importantes conceptos de soberanías nacionales, en pro de otras supranacionales, especialmente, por intereses comerciales.
Es así, por ejemplo, que se ha creado la Europa de los mercados, más que el espejismo de la Europa de los pueblos.
Al final, las grandes organizaciones de naciones, erigen barreras exteriores, que les protegen de los hijos de la penuria, que aspiran a un mundo más equitativo, digno y justo, que les permita disfrutar del privilegio de vivir.
Me encuentro en Argelia, precisamente, para contribuir con mi esfuerzo, mi experiencia y mi cualificación, a que este país, libe la miel del bienestar y del progreso.
Y es en este contexto, cuando me encuentro con dos hermanas, buenas amigas, que sueñan un mundo de colores, conservando sus tradiciones, viviendo su espiritualidad y progresando económicamente en un mundo que debe abrirse al siglo XXI.
Son muchas barreras, las que nos separan: la diferencia de edad, las creencias religiosas, nuestras culturas, nuestros idiomas y nuestros prejuicios, pero afortunadamente, hay algo que nos ayuda a superar estos límites, aunque sea volando, sobre los límites que nos impone la sociedad.
Esta tarde, he viajado con mis amigas, por el asfalto hacia el oeste, hasta las ruinas romanas de Tipasa. Hemos pisado los restos de una civilización perdida en este lado del mar y hemos visto los minaretes que se yerguen orgullosos en sus cercanías, como símbolo de una fe y una sociedad diferente.
Hemos visto preciosos cultivos junto al mar, protegido de los vientos por hojas de palmera hincadas en la tierra, y el fruto del sudor de los agricultores, ofreciendo en la carretera, sus fresas, sus verduras y sus patatas.
Hemos disfrutado de los colores del mar, la espuma de sus olas, las velas de los barcos, escribiendo sobre el agua y el sabor de un café al pairo de los vientos.
He recordado el viejo grito español de "moros en la costa", que bien podrían, tras haber sido colonizados, decir ellos, "que vienen los cristianos" Gritos que reflejan los siglos de alternativas dominancias, de desconfianzas y rencores.
A nuestra vuelta, hemos sorteado los sempiternos controles de seguridad y hemos abordado el mundo de los sueños.
Abrí el libro de los míos, de persona con más historia que futuro y de hombre avezado, pero sacando el niño que oculto, bajo las arrugas de la piel.
Luego oí los sueños de dos mujeres jóvenes, de amor, de familia, de emprendimiento y en definitiva de vivir en plenitud su condición humana.
Dos jóvenes y un viejo, juventud y media luna; madurez y cruz.
Una tarde preciosa, en la que los protagonistas, hemos olvidado los desencuentros de la historia, para unir lo mejor de nuestros mundos: la bondad del ser humano
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