Siempre tuve dificultades con el aprendizaje del inglés. Ello me ha supuesto la pérdida de algunas oportunidades de trabajo internacional y una mejor comprensión del mundo anglosajón.
Me prometí a mí mismo, que eso no ocurriría con mis hijos.
Envié a mi hijo mayor a Irlanda, cuando solo tenía 11 años, no sin cierto temor y si, con esfuerzo económico.
Me hice coordinador en mi región, de una multinacional francesa, de viajes de estudios de idiomas. De esta forma, podía sufragar los gastos de envío e mis hijos al extranjero,.
Durante años, mis tres hijos, viajaron por el mundo, aprendieron idiomas, hicieron amistades, maduraron y se hicieron cosmopolitas.
Irlanda, Michigan, Ohio, Pensylvania, Connecticut, Nueva York, Carolina del Sur y Georgia, en Estados Unidos, Nueva Gales del Sur en Australia, Alemania,...tres hijos, haciéndose ciudadanos del mundo.
Evidentemente, estos viajes, salieron de aquel esfuerzo personal, del que veinticinco años después, me siento orgulloso, especialmente, por el resultado.
Inicialmente, mi trabajo consistió en reclutar jóvenes clientes, que viajaran en verano al extranjero, para aprendizaje de idiomas.
Más tarde, la empresa me pidió la organización de acogida de franceses en casas de españoles.
Gracias a la red de familias que tenía organizada una amiga, guía de turismo, acogíamos grupos de 50 estudiantes que venían en autobuses.
Cuando inicié esta serie de Mi mundo entre mujeres, dije que no sería prisionero de mis palabras, sino señor de mis silencios, pero haré una excepción, contando esta experiencia.
Una vez, la familia acogedora de una joven francesa, la pilló robándo el dinero de un monedero y la echaron de inmediato de la casa.
Había que ubicarla con la profesora en otra vivienda, pero faltaba un colchón y hubo que buscarlo urgentemente, cuando ya anochecía.
La profesora en cuestión, era de Costa de Marfil. Joven, exótica en su vestimenta, muy alta y muy hermosa. Una mujer bandera, que no pasaba desapercibida, vamos, lo que en términos castizo - machista, diríamos, "una tía buena,... muy buena".
No tuve más remedio, que trasladar con ella por la calle, desde una casa a otra, un colchón para que durmiera la alumna cleptómana.
Procuré ir por callejas poco transitadas, pues iba avergonzado por "el qué dirán". De noche, con una "tía buena" y con un colchón por la calle, dió lugar a algún comentario callejero que llegué a escuchar: ¡Pasátelo bien!, ¿Qué, de ligue no? y frases más explícitas que me callo.
Iba blanco, pensando que alguien conocido, me viera con la negra y me pusiera verde, pensando que aquella noche, me iba a poner morado, de infringir el Sexto Mandamiento.
Pasado el mal trago, se lo comuniqué a mis cuñadas, por si acaso, algún alma caritativa, las informara de aquel atardecer de colores.
Mi mujer y un hijo, estaban en Australia y otro hijo, en Connecticut. Cuando el horario fue prudente, les conté la peripecia y se rieron de mí, imaginando la escena en la distancia.
Veintiún años después, toda la familia habla inglés, menos yo, que solo chapurreo algo. El mayor, gracias a su dominio del idioma, estudió y trabajó varios años en Estados Unidos y ahora lo hace en Suiza; tengo nietos norteamericanos y la mayor de ellos, ya es trilingüe a sus cinco años.
Mi hijo mediano, el más tranquilo, habla inglés, pero permanece en España.
El hijo pequeño, a veces está en España y otras, viajando por el mundo. Esta madrugada, por ejemplo, ha pisado la cumbre del Kilimanjaro, la cima más alta del continente africano, a 5980 metros de altura.
Aquella vergüenza de colores, con un colchón por la calle y una negra despampanante, mereció la pena.
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