Celia era joven y
hermosa. Tenía mucha vida y ganas de vivir
Juan le pintó un
mundo de colores, en el lienzo de su
alma. Tenía mucha vida y ganas de reír.
Y la envolvió en los aromas mediterráneos, con ansias y poca calma.
Y la hizo mujer y madre
después.
Lloró con ella sus llantos, bailó con ella sus risas y compartió a su lado
sus miedos.
Celia penó sus silencios y Juan sus sufrimientos.
Y ambos bebieron sus besos, abrazos y caricias.
Y marcharon por la
senda estrecha de las piedras frías, de los matorrales de espinas y de los reproches.
Y con las almas
heridas, tal vez llegaron a la felicidad prometida.
Y en el caminar del
camino, el agua de lluvia les mojó la cara, llevándose con ella, las lágrimas
derramadas.
Pasaron los amarillos
del verano; se fueron los ocres del otoño; se derritió el blanco invierno y les
encendió la primavera.
Y el camino tornó en
tierra fértil, de blandas pisadas y fácil travesía, pero la memoria, miraba al
pasado evocando, las piedras de los pesares.
Y los sabores
agridulces, los salados y los amargos, se sucedieron en sus paisajes.
Y las
yemas de sus dedos vieron la piel de sus sentimientos, otrora cálidos, fríos a
veces.
Y el afán del reloj con su interminable tic – tac, contó sin
fatiga las miradas que no se miran y los ojos que no se ven.
Y Juan cantó a su hermosa mujer:
Quiero vivir tus
soles;
quiero dormir tus
lunas,
pero ya no puede ser.
Quiero vivir tus
besos
y tus entrañas de
mujer.
Quiero sentir tu
aliento,
en mi último
atardecer.
Pero Celia, en su mirada
de pasado, ya no tenía miel, sino el amargo de su hiel.
Siguió la vida
girando, y los caminos se separaron.
Y Juan en su soledad, miró triste hacia otros ojos, bajo la música cálida, de olor a canela, a menta y a limón.
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