domingo, 5 de abril de 2015

Vivir tus soles; dormir tus lunas

Celia era joven y hermosa. Tenía mucha vida y ganas de vivir

Juan le pintó un mundo  de colores, en el lienzo de su alma. Tenía mucha vida y ganas de reír. 

Y la envolvió en los aromas mediterráneos, con ansias y poca calma.

Y la hizo mujer y madre después.

 Lloró con ella sus llantos, bailó con ella sus risas y compartió a su lado sus miedos.

Celia penó sus silencios y Juan sus sufrimientos.

Y ambos bebieron sus besos, abrazos y caricias.

Y marcharon por la senda estrecha de las piedras frías, de los matorrales de espinas y de los reproches.

Y con las almas heridas, tal vez llegaron a la felicidad prometida.

Y en el caminar del camino, el agua de lluvia les mojó la cara, llevándose con ella, las lágrimas derramadas.

Pasaron los amarillos del verano; se fueron los ocres del otoño; se derritió el blanco invierno y les encendió la primavera.

Y el camino tornó en tierra fértil, de blandas pisadas y fácil travesía, pero la memoria, miraba al pasado evocando, las piedras de los pesares.

Y los sabores agridulces, los salados y los amargos, se sucedieron en sus paisajes.

 Y las yemas de sus dedos vieron la piel de sus sentimientos, otrora cálidos, fríos a veces.

Y el afán del reloj con su interminable tic – tac, contó sin fatiga las miradas que no se miran y los ojos que no se ven.

Y Juan cantó  a su hermosa mujer:

Quiero vivir tus soles;
quiero dormir tus lunas,
pero ya no puede ser.
Quiero vivir tus besos
y tus entrañas de mujer.
Quiero sentir tu aliento,
en mi último atardecer.

Pero Celia, en su mirada de pasado, ya no tenía miel, sino el amargo de su hiel.

Siguió la vida girando, y los caminos se separaron.

Y Juan en su soledad, miró triste hacia otros ojos, bajo la música cálida, de olor a canela, a menta y a limón.


 















  


























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