Macario, el viejo molinero, vivía de la maquila, moliendo trigo.
Siempre andaba con el lápiz en la oreja y liaba los cigarrillos a mano, sellando el papel de fumar con un certero lametón en su justa medida.
Matías, su abuelo era el menor de 7 hermanos y marchó muy joven a Méjico para hacer fortuna. Era de sangre caliente, como todos los Mandutas, el apodo de la familia.
Andaba a faldas, cuando un mejicano de poblado bigote, le sorprendió enseñando a su hija la receta del sobao pasiego, pero en su variante erótica.
Pudo esquivar la balacera.
Huyó por pies con lo puesto, hacia la Cuba aún española, allá por 1890.
Tras el hundimiento del Maine por los propios norteamericanos en aguas cubanas, éstos usaron el hecho como excusa para declarar la guerra a España.
Una tórrida noche caribeña, el destino le llevó hasta Malunda, una preciosa y cálida mulata, de la que habría de enamorarse perdidamente.
Cuentan que Malunda, prendada de aquel rubio español, le había hecho magia negra y le había subyugado, de forma que solo veía por sus ojos.
En realidad, Matías había seguido la gota de sudor que cayó por el cuello de Malunda y se perdió entre sus grandes senos, realzados por un apretado corpiño.
Aquella noche, Matías cabalgó por la piel de ébano de Malunda y nunca más, quiso a otra mujer.
Matías había hecho una pequeña fortuna, aprovisionando las tropas españolas durante la contienda y regentando la Taberna del Pellizco, a la que acudían soldados, malandrines, husmeadores de sobacos femeninos y algún que otro criollo que espiaba para los gringos.
Cuando Matías dio la guerra por perdida, cogió su pequeña fortuna y embarcó hacia España con Malunda, ya en avanzado estado de gestación.
Dio a luz durante la travesía, en un velero que hacía la ruta a Santander.
Era una niña y un cura castrense, manco por una herida de la guerra, la bautizó con su única mano disponible.
Rona, había nacido casi blanca, pero el sol de la travesía, asomó un precioso color de piel, que le daba un tono exótico y caliente
Cuando Malunda bajó en el Palacete del embarcadero, fue la sensación de cuantos la vieron por la pasarela.
Era alta, voluptuosa y tenía una mirada altiva.
Su túnica blanca, realzaba el chocolate de su piel y sus dientes relucían hermosos en aquél día azul.
Matías compró un viejo molino de agua con una casa de piedra, la arregló y se instaló allí con sus "dos chocolates", como gustaba llamarlas.
El negocio de la maquila, no iba mal, pero apenas daba para satisfacer los gustos de Malunda, que tenía aires de grandeza.
Una aciaga tarde, Malunda huyó del molino con un "engatusador de hembras" y nunca más se supo de ella.
Rona, creció sana y hermosa, cuidando de su atribulado padre, que moriría de pena sin su mulata.
Años más tarde, se casó con un apuesto montañés que la colmaría de felicidad.
Pero la desgracia llamó nuevamente a la puerta.
Durante la guerra civil española, su joven marido, combatió con los Nacionales.
Terminada la contienda, marchó como voluntario a la División Azul, muriendo en el frío invierno frente a Moscú.
Rona había dado a luz a un niño, al que bautizó Macario, con el empezó esta narración
Rona y Macario, molían el trigo y daban comidas montañesas y criollas, aprendidas de Malunda.
Cuentan en el lugar, que una noche, sirvió a un maqui, el famoso plato:
La vaca frita
Ingredientes
1 kg de falda de res
2 cebollas
3 dientes de ajo
1 limón
Pimentón
2 cucharadas de aceite vegetal
1 cucharadita de comino molido
Sal
1 cucharadita de pimienta negra
Preparación
Servir la carne con la cebolla, el pimentón y la sal.
Colar y reservar la carne para luego mecharla y dorar en aceite, junto a una cebolla en juliana, los ajos machacados, el comino y el zumo de limón.
Agregar sal a gusto, rociar con pimienta y esperar hasta que estén bien tostadas las mechas de carne
Servir con arroz o plátanos fritos
Rona, con sus nietos
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