Cuando vivía en Mauritania, crié un feneco, o zorro del desierto. Un animal precioso, que de adulto era más pequeño que un perro chihuahua, con una gran cola, tan grande como su cuerpo y unas orejas tan grandes como su cabeza.
Si al general Rommel le bautizaron por su astucia militar durante la II Guerra Mundial, el "Zorro del desierto", yo bauticé a mi feneco, simplemente "Rommel"
De bebé, le alimentaba con un algodón empapado en leche, que le ponía en el hocico. Más tarde, le daba saltamontes, hígaditos y corazón de pollo.
Un día, estaba comiendo una manzana. En un descuido, Rommel dio un salto y me la robó. Cuando la quise recuperar, se puso como una auténtica fiera defendiendo su preciado botín. Al verle comer la manzana con tanta avidez, supe que necesitaba igualmente fruta, por lo que se la incluí en el menú.
Le gustaba dormir en mi regazo y le entusiasmaba ponerse boca arriba, para que le acariciara su cuello y su vientre.
Cuando fumaba, saltaba al respaldo de la butaca y se encaramaba sobre mi hombro estirando el cuello. Curiosamente, le encantaba el humo del cigarrillo.
Una vez, mojé un dedo en el whisky que estaba bebiendo y se lo di a probar. Se relamía de gusto y a partir de entonces, cuando me veía beber, acudía a por su dosis correspondiente.
Me obedecía como un travieso perrillo, pero sin olvidar su salvaje origen del desierto ante cualquier extraño.
Le paseaba por la calle, con una correa unida a un pequeño peto. Cuando veía un perro o un gato, le cogía en brazos para protegerle. Llamaba la atención de todos los viandantes y a veces, me cansaba de que me pararan continuamente.
Debo confesar, que a veces, si la curiosa merecía mi atención, hacía gala de una simpatía y paciencia especial.
Cuando viajaba, iba en la bandeja trasera del coche. En aquella época, estaba de moda llevar un perrito de cartón que movía la cabeza con los vaivenes del coche. Sin embargo, Rommel se movía a sus anchas y llamaba la atención de los ocupantes de otros coches, por lo que se me acercaban por detrás con riesgo de accidente.
Una vez, mis padres y yo, paramos en el convento de monjas de clausura de Écija de la Santísima Trinidad y Purísima Concepción, regido por las Concepcionistas Franciscanas.
Teníamos la costumbre de comprar allí los deliciosos "bizcochos marroquíes" que las hermanas elaboraban y vendían a través del "torno" que tenían en una puerta trasera al Convento.
Cuando la monja de la tienda vio a Rommel en los brazos de mi madre, le rogó insistentemente que le pasara a través del torno por el que vendían los dulces.
Oíamos gritos, risas, carreras y en definitiva, un jolgorio casi revolucionario, en aquella institución.
Tras esperar una media hora, empezamos a impacientarnos, pues no nos devolvían a Rommel.
Incapaces de atrapar al zorro, soliviantado ante tantas desconocidas y aturdido por aquel inhabitual escándalo, no podían atraparlo.
Se rindieron a la evidencia, cuando una monja, se llevó una tarascada zorruna.
Rompiendo las estrictas normas del convento y como causa de fuerza mayor, me permitieron la entrada en su aislado reducto.
Le llamé con calma y dulzura y vino a refugiarse a mis brazos.
Observé disimuladamente tanto el ambiente, como las monjas. Me causó ternura, ver algunas jóvenes novicias, ajenas a al maquillaje y con una feliz y límpida mirada.
Recordé entonces, otro convento, esta vez, de Córdoba, donde las monjas de clausura, se dejaban ver durante la misa tras gruesos barrotes. Me inspiraban misticismo y misterio.
Salí con el zorro del convento, pensando yo, que aquel maravilloso lugar de oración y recogimiento, no era territorio de soltero, con esperanzas de vida terrena.
Mientras me deleitaba en casa, degustando uno de los bizcochos, recordé la inesperada visita al vedado paraíso de paz y alegría.
Rommel murió en 1978. En cuanto al Convento, fue desalojado en octubre de 2014, ya que apenas quedaba una monja de las Concepcionistas Franciscanas de las que había en el cenobio.
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