He visitado muchos
países de tres continentes, donde la
miseria es palpable.
Distintos pueblos,
diferentes razas, democracias, dictaduras, reinos o repúblicas,…
Aparentemente,
deberían ser muy distintos. Y lo son, a su manera.
Les diferencian las
lenguas, las creencias, los ropajes, las costumbres, la gastronomía y hasta los
signos de la escritura.
Pero tienen un denominador común: la pobreza.
En estos países, los
ricos son más ricos y los pobres, son más pobres.
No hay una poderosa
clase media; tan solo una escasa y dominante oligarquía y una mayoría de
desamparados.
Ausencia
de ordenación del territorio, escasas infraestructuras, déficit de servicios
básicos, inseguridad jurídica, inseguridad ciudadana, deficiente escolarización y tantas desgracias más, les asemejan más a un estado fallido que a una nación
moderna.
En la mayoría de
ellos, hay alcantarillas a cielo abierto, deficiente suministro de agua
potable, y frecuentes y reiterados cortes de suministro eléctrico.
El caos circulatorio,
la inobservancia de prevención de riesgos laborales, etc., provocan llantos de
sangre y muerte, que lamentablemente, he visto en directo más de una vez.
Se palpa la miseria
de los desheredados, la violencia de la supervivencia o de los predadores
humanos y el horizonte no es más que una línea de desesperanza.
En este ambiente, el
olor del humo de viejos y renqueantes coches, se mezcla con el de las fritangas
de mala grasa procedentes de los puestos callejeros de comida, con las
penetrantes especias que disimulan la degradación de los alimentos, con los fuertes
perfumes que intentan encubrir ropajes de rancio sudor, los suelos con orines
amoniacados y los hedores de alcantarillas con aguas negras.
Es el olor de la
pobreza, sea cual sea el país que lo padezca.
Y sin embargo, suelen
ser pueblos risueños.
Pobres, pero felices.
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