He estado varios días en Ginebra. Mientras tanto, el feraz jardín de mi casa, me preparaba una encerrona.
El césped había agradecido el abono, el calor y el agua. Tuve que apañar la segadora y trabajar de "peluquero de jardín"
No es que sea un "estilista de imagen", de esos que hacen peinados de llamar la atención. No, se trata de tener a raya la feracidad de mi tierra y tener un rincón personal, acogedor y hermoso, no una maraña de clorofila, donde las erróneamente llamadas malas hierbas, cundan en exceso.
Digo erróneamente, porque sólo cumplen con su propia naturaleza, creciendo en su medio natural y somos nosotros quienes deseamos habilitar sin éxito final, plantas importadas en su lugar.
Mientras siego, sorteo las camelias, las hortensias y los árboles frutales y ornamentales.
Me quejo de la proliferación de tréboles, algunas gramas persistentes y las odiosas ortigas que a veces, laceran la piel.
No es sin embargo lo que me atribula.
El jardín es como la vida. Uno lo proyecta, planta ilusionado los árboles del futuro, siembra un radiante césped y flores por doquier.
Luego se espera con ilusión, que los estudios realizados y la realidad de lo cotidiano, plasmen la verdad soñada.
No todos los árboles crecen bien y las flores, no son siempre, tan hermosas como pensaba.
Es como la vida. Uno hace un plan, cree encontrar una pareja para la eternidad y espera alcanzar la dorada felicidad.
La vida, como el jardín, te ofrece su realidad: penas y alegrías, decepciones, ilusiones con malas hierbas y nuevas sendas tapizadas de flores.
Avanzo asido a la segadora y mientras el ruido del motor se abre paso entre la hierba, pienso abstraído sobre mi derrotero personal. A veces, sonrío una anécdota vivida, río una ironía del destino o lloro una historia.
Mientras los girasoles miran al astro rey, las arañas tejen las telas que luego eliminaré, los peces boquean entretenidos en el estanque, los tomates maduran al sol, y los mirlos me hurtan las frambuesas.
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