Me habían preparado una caminata de unas 3 horas, para bordear una península de la costa. El paisaje era agreste, casi salvaje y sobretodo, hermoso.
En estos lugares, uno se maravilla por la obra del Creador. No sólo en las grandes estructuras graníticas, sino en las pequeñas flores y fauna del lugar. Aquí, el viento castiga en verano y no quiero ni pensar como lo hará en invierno.
Me sentí pequeño e intimidado, ante la naturaleza, pero también libre. No es la libertad de hacer lo que a uno le apetece, sino la Libertad (en mayúsculas), de ser dueño de mi destino, con los pulmones llenos de oxígeno y las piernas prestas a donde el corazón me dicte. Una libertad integrada en el paisaje, en el que uno se siente como un ave sin jaula, con las alas al viento, mirando a los cuatro puntos cardinales.
Me sentí también feliz, por la capacidad de ver belleza en una simple flor, un tronco modelado por el viento, unas medusas en la orilla, o unas rocas trabajadas por el hielo.
Cansados pero henchidos de satisfacción, paramos antes de regresar a casa, en un pueblo costero y nos tomamos una sopa de pescado, tan extraña como deliciosa.
Emprendimos el viaje a casa y sentimos una gran satisfacción al acomodarnos en el sofá, con ropa cómoda y una botella de vino tinto para disfrutar de la recuperada amistad, que ni el tiempo ni la distancia, han podido destruir.
Cisnes salvajes
Dos metros de amistad
Parecía algodón, pero no lo era
¿Medusas?
Había más banderas noruegas que suecas y eso que estábamos en Suecia. probablemente, se deba al mayor nivel de vida de Noruega, gracias al petróleo del Mar del Norte
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