La vida era en
blanco y negro en España.
Se iba
voluntariamente a misa, porque era obligatorio; nos arrodillábamos por la calle, cuando pasaba un sacerdote con tonsura acompañado por campanilla repicante y besábamos la mano de los curas por la calle.
Nos tiznaban
anualmente la frente con ceniza, para recordarnos, que del polvo venimos y al
polvo vamos, pero en la antigua comprensión de la expresión, nada coincidente
con la inadecuada versión postmoderna.
Olíamos a
incienso, a cera de cirio y a naftalina de sacristía. Rezábamos en los
ejercicios espirituales, casi a oscuras, a música sacra, a virtuales chorros de
hierro candente sobre nuestras cabezas, para expiar los pecados que
cometíamos, si una guadaña, nos arrancaba
de la vida en pecado mortal.
Todos los
miércoles acudíamos al confesionario, con molestias
en el corazón y escaso propósito de enmienda, a decir los pecados al confesor y
cumplir la penitencia.
Ya
quinceañero, me enamoré platónicamente de una angelical niña de dorada
cabellera, al verla comulgar en misa cada domingo. Era mi único contacto con el
mundo exterior, pues a los alumnos internos, nos estaba vedado salir del internado; incluso
con nuestros padres. Advertido el cura de que mi sueño dorado estaba en
colisión con la salvación de mi alma, fui penalizado sin ver a mis padres aquel
mismo domingo, cercenando así los abrazos familiares, que tanto necesitaba.
Nunca más
volví a verla, pero ya sabía que algún día, tendría novia, me casaría e
intentaría ser feliz en libertad, en un mundo de colores, con música de
oxígeno, con tactos suaves y aromas menos religiosos.
Fue una época restrictiva, austera y agobiante, pero era el espíritu que imperaba en los años cincuenta del pasado siglo. Lo cierto, es que al salir del colegio, llevé conmigo una buena preparación académica, una buena formación cristiana, y un corazón noble, lleno de buenos sentimientos.
Ya adulto,
aunque joven, me enfrenté casi sin saberlo, a la ley de la selva; a la
selección natural; a la elección de la futura mejor madre.
Los años me proporcionaron cicatrices en el alma y en los sentimientos. Y
cuando creía encontrar la mujer de mis sueños, comprendía que yo no era el
hombre de los suyos. Y seguía buscando, unas veces, volando alto, otras, a ras
de suelo.
Marché a la
Universidad. Luego, continué mis estudios post universitarios en Francia. Fui a
trabajar a Mauritania y finalmente, recalé en Cantabria, hecho un hombre solvente y en fase
ascendente, en una región de acentos, colores, olores y sabores diferentes a
los anteriores.
Durante mi
crecimiento personal a lo largo y ancho del tiempo y el espacio, estaba
enamorado de una mujer que ya había nacido; que crecía igualmente en todos los
aspectos de su ser; que soñaba con encontrar el hombre de su vida, con el que
caminaría hacia el horizonte, con un proyecto en común y con la bandera del amor
como única divisa. Sabía que existía y a veces, cuando miraba la luna, me
preguntaba, si ambos coincidíamos contemplándola sin saberlo. A veces, en mis
viajes exóticos, le compraba telas y camisas étnicas, que guardaba para
ofrecérselas algún día, en algún lugar.
Sabía que ya
existía y a veces le decía, en la intimidad de mi soledad “algún día te querré”
Cuando menos
lo esperaba, el destino me condujo de manera descarada, hacia
la mujer que siempre amé, sin saber su nombre, sin conocer su cara, ni su
morada. El destino me echó directamente en sus brazos y se encargó de que ambos
fundáramos una familia, de tres hijos y cuatros nietos.
Las telas
africanas que le compré hace más de 40 años, siguen en el baúl de los recuerdos,
sin haberse utilizado. Me resistí a darlas a quienes me las pedían,
porque estaban destinadas a la mujer sin rostro que amaba. A veces, abro el
baúl, despliego los lienzos, magníficos en coloridos, pero sobre todo,
maravillosos en el mensaje al éter de lo desconocido, donde una gran mujer, esperaba recibir, sin saberlo, los colores de África, que yo había reservado
para ella.
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