lunes, 2 de febrero de 2015

Algún día te querré


La vida era en blanco y negro en España.

Se iba voluntariamente a misa, porque era obligatorio; nos arrodillábamos por la calle, cuando pasaba un sacerdote con tonsura acompañado por campanilla repicante y besábamos la mano de los curas por la calle.

Nos tiznaban anualmente la frente con ceniza, para recordarnos, que del polvo venimos y al polvo vamos, pero en la antigua comprensión de la expresión, nada coincidente con la inadecuada versión postmoderna.

Olíamos a incienso, a cera de cirio y a naftalina de sacristía. Rezábamos en los ejercicios espirituales, casi a oscuras, a música sacra, a virtuales chorros de hierro candente sobre nuestras cabezas, para expiar los pecados que cometíamos, si una guadaña, nos arrancaba de la vida en pecado mortal.

Todos los miércoles acudíamos al confesionario, con molestias en el corazón y escaso propósito de enmienda, a decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.

Ya quinceañero, me enamoré platónicamente de una angelical niña de dorada cabellera, al verla comulgar en misa cada domingo. Era mi único contacto con el mundo exterior, pues a los alumnos internos, nos estaba vedado salir del internado; incluso con nuestros padres. Advertido el cura de que mi sueño dorado estaba en colisión con la salvación de mi alma, fui penalizado sin ver a mis padres aquel mismo domingo, cercenando así los abrazos familiares, que tanto necesitaba.

Nunca más volví a verla, pero ya sabía que algún día, tendría novia, me casaría e intentaría ser feliz en libertad, en un mundo de colores, con música de oxígeno, con tactos suaves y aromas menos religiosos.

Fue una época restrictiva, austera y agobiante, pero era el espíritu que imperaba en los años cincuenta del pasado siglo. Lo cierto, es que al salir del colegio, llevé conmigo una buena preparación académica, una buena formación cristiana, y un corazón noble, lleno de buenos sentimientos. 

Ya adulto, aunque joven, me enfrenté casi sin saberlo, a la ley de la selva; a la selección natural; a la elección de la futura mejor madre.   
   
         Los años me proporcionaron cicatrices en el alma y en los sentimientos. Y cuando creía encontrar la mujer de mis sueños, comprendía que yo no era el hombre de los suyos. Y seguía buscando, unas veces, volando alto, otras, a ras de suelo.

Marché a la Universidad. Luego, continué mis estudios post universitarios en Francia. Fui a trabajar a Mauritania y finalmente, recalé en Cantabria, hecho un hombre solvente y en fase ascendente, en una región de acentos, colores, olores y sabores diferentes a los anteriores.

Durante mi crecimiento personal a lo largo y ancho del tiempo y el espacio, estaba enamorado de una mujer que ya había nacido; que crecía igualmente en todos los aspectos de su ser; que soñaba con encontrar el hombre de su vida, con el que caminaría hacia el horizonte, con un proyecto en común y con la bandera del amor como única divisa. Sabía que existía y a veces, cuando miraba la luna, me preguntaba, si ambos coincidíamos contemplándola sin saberlo. A veces, en mis viajes exóticos, le compraba telas y camisas étnicas, que guardaba para ofrecérselas algún día, en algún lugar.

Sabía que ya existía y a veces le decía, en la intimidad de mi soledad “algún día te querré”

Cuando menos lo esperaba, el destino me condujo de manera descarada, hacia la mujer que siempre amé, sin saber su nombre, sin conocer su cara, ni su morada. El destino me echó directamente en sus brazos y se encargó de que ambos fundáramos una familia, de tres hijos y cuatros nietos.

Las telas africanas que le compré hace más de 40 años, siguen en el baúl de los recuerdos, sin haberse utilizado. Me resistí a darlas a quienes me las pedían, porque estaban destinadas a la mujer sin rostro que amaba. A veces, abro el baúl, despliego los lienzos, magníficos en coloridos, pero sobre todo, maravillosos en el mensaje al éter de lo desconocido, donde una gran mujer, esperaba recibir, sin saberlo, los colores de África, que yo había reservado para ella.

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