Durante mis dos semanas de estancia en Marruecos, he recorrido el país de norte a sur y de este a oeste. Han sido 3200 km de rutas marruecas, en paisajes de mar y montaña, de ocre, verde y tipismo por doquier.
Allá donde fui, encontré un pueblo vivo, auténtico y apegado a sus costumbres y a sus tradiciones. Ello ha sido más patente en el Marruecos profundo, donde se vive de la agricultura, la ganadería extensiva y la minería, más que en las grandes ciudades y en los núcleos turísticos y de servicios.
Si en el campo se veían centenares y centenares de pequeños asnos, tirando de pequeños carros o portando personas, en algunas ciudades, como Erfoud, cientos de bicicletas rodaban la vida de sus habitantes.
En las distintas ciudades, se veían hermosos y típicos ropajes, que daban vida, tipismo y color al paisaje humano. En algunas poblaciones, notablemente, las del sur, cercanas o tocadas por el desierto, las vestimentas eran una veces más conservadoras o más influenciadas, por los colores, del África subsahariana.
Sidi Ifni, por ejemplo, era una explosión de alegría, donde las femeninas siluetas, usaban prendas similares a las melfas mauritanas. Iban envueltas en grandes manchas de colores, que se movían al ritmo y cadencia de las caderas y la brisa marina.
La chilaba de lana gruesa en el norte y en las zonas del Atlas y el Anti Atlas, dejaban paso a otras más finas, en los sitios menos fríos, pero en cualquier caso, eran muy abundantes. Era una delicia ver con qué arte y naturalidad portaban la prenda; parecía que habían nacido con ella puesta.
Suelen llevar la chilaba, con el pico hacia arriba y una doblez a la altura de la frente. Llegué a ver incluso, motoristas con el casco puesto encima de la capucha, lo que incitaba a la ternura y a la sonrisa.
Son cada vez menos, los hombres que levan el típico gorro de fieltro rojo, el fes o el tarpouch. Al contrario que en otros tiempos, tampoco vi numerosos hombres con turbantes.
Ya he comentado en anteriores crónicas, que mi gran interés, era conocer la realidad del país tras varios décadas de ausencia, disfrutar de sus comidas, del té a a menta y fotografiar el alma del pueblo marroquí.
Harto difícil, se me ha antojado lo último. No podía hacer fotos de frente, a pesar de mi ya largo entrenamiento, pues captaban mi intención. A veces, cuando decidía hacerlo, tapaban el ángulo de la cámara, volvían la cara o cambiaban el itinerario.
Tomaba las fotografías como un pistolero, con la cámara en la cintura, sin poder enfocar, ralentizando la marcha, pero sin poder gobernar la velocidad del posible modelo que venía en dirección contraria. A veces, me apostaba en un lugar fijo y cazaba al acecho, pero siempre en siluetas laterales y lejanas, de suerte desigual.
Hacer fotos desde el vehículo, tampoco fue muy útil, porque no podía comprometer a su dueño.
Tuve que convertirme en un ladrón de espaldas, perdiendo las expresiones de las caras y el alma de las personas.
Perdí cientos de imágenes maravillosas, aunque retenga en mi memoria muchas de ellas, pero salvé algunas, que luego he pintado, haciendo posteriormente, lo que llamo, "pintufotos".
Las expongo a continuación, como recuerdo de un inolvidable viaje, que ya pasó.
Nota: He salido en una de las fotos que he expuesto en este trabajo. ¿Me has reconocido?
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