No podía más. Tenía la mente abotargada; más bien seca, tras un esfuerzo continuado que no podía mantener por más tiempo.
Decidí visitar la Casbah, Al- qasabah, o ciudadela; la vieja medina de Alger. Su historia se remonta más allá de los berebere y es patrimonio de la Humanidad, pero poco a poco, se deshace y se pierde por acción del tiempo e inacción de los gobernantes.
Acostumbrado a moverme con escolta, sumergirme a pecho descubierto en su humanidad o recorrer algunas de sus solitarias callejuelas, me produjo al principio, un temor que paulatinamente, fui olvidando.
Los asnos sacaban las basuras de las calles, los gatos se adueñaban de los rincones, las palomas volaban el cielo, los velos tapaban los rostros y mi cámara, cazaba cualquier atisbo de carcomida belleza.
Las empinadas cuestas, se retorcían entre las cercanas paredes de las casas, que parecían besarse entre ellas, dando al ambiente, encanto, misterio y belleza.
Imaginaba la batalla de Alger, con dagas en cada esquina, esperando la sangre caliente de los jóvenes soldados franceses, defendiendo una colonia que se escapaba de las manos. Eran recuerdos de mi adolescencia, del blanco y negro del No-do, incluida la rebelión del General Salam, al frente de la OAS.
Mis ojos retenían cada grieta del camino y hablaba con la gente, Un antiguo marino que había conocido Santander, un zapatero, un artesano del cobre, un abogado metido a guía turístico,... Todos tenían una vida que contar y un sueño que sonreír.
Poco a poco, ganaba confianza en el camino, aunque con los ojos bien abiertos. Una mezquita provisional bajo una carpa, minaretes de mezquitas vecinas, un cementerio cristiano, otro judío, una estatua dedicada al pirata Barbarroja, ..., se respiraba historia, autenticidad, exotismo y misticismo por doquier.
El viejo cementerio árabe, había sido destruido por los franceses, eliminando sus restos humanos. Parece que arrancar los ancestros de la tierra, era una forma simbólica y psicológica, de arrancar de sus entrañas, los derechos a su propiedad de sus verdaderos dueños. Cuentan incluso, que sus huesos sirvieron en otro tiempo, para blanquear el azúcar.
Amor y odio, admiración y recelo, tales son los sentimientos que sus colonos franceses, despiertan entre la población autóctona.
Un cierto guiño de complicidad, tienen con los españoles, sus medio hermanos, sin que por ello no olviden, que los exiliados republicanos que vivieron en su país, tomaran parte por los franceses defendiendo su colonia, allá por finales de los 50.
La basílica dedicada a la Virgen de África, que pude ver al exterior, me trajo recuerdos de familia y me causó una cierta ternura, al ver la cruz erguida en tierras de la media luna.
Ví restos del esplendor colonial, con edificios de excelente factura, que poco a poco, van restaurando y dando lustre a la ciudad. su magnífico y hermosos puerto, el palacio de Correos y los soportales de los edificios franceses,, se funden con el exotismo y el encanto abandonado de la casbah.
Fusionarme en el ambiente, mezclándome codo con codo con centenares de viandantes que hacían sus compras callejeras, tal vez, no fuese recomendable, pero me permitió disfrutar intensamente del momento.
Iba más pendiente de proteger mi dinero, repartido entre varios bolsillos y de mi cámara, que de proteger mi cuerpo de una hipotética agresión.
Cuando pude salir de la multitud, pasé entre los cambiadores ilegales de dinero y me dirigí a una antigua cafetería francesa, donde una pizza, un zumo de naranja y un vaso de té a la menta, colmaron de alegría el cuerpo de mi alma.
Volví al hotel, me despojé de mis ropas, di desnudez a mis pies, castigué la cama y cerré los ojos.
Aún me relamía, por lo visto, lo vivido y los rojos dátiles que arranqué a una palmera, subido en una tapia.
Estaba feliz. Había vivido. Había sentido. Había olvidado, siquiera un momento, desdenes, soledades, y témpanos de corazón. Una desconocida multitud, me había transmitido calor, color, olor, vida, bullicio y alegría.
Mediterráneo, África, Casbah de Argel. Pasión de vivir.
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