jueves, 24 de marzo de 2016

La casa de Dios

Tensión. Nervios. Curiosidad. Prevención.  Estaba dentro de una mezquita provisional mientras reparaban el edificio. Se encontraba vacía y era un cristiano en santuario vedado. Era Argelia y no tenía defensa.

Las alfombras tapizaban el suelo y un pequeño estrado se encontraba al fondo de la sala. No permanecí mucho tiempo. No merecía la pena arriesgar sin causa y respiré cuando sentí el viento en la cara.

Había estado en iglesias ortodoxas en Rumanía, anglicanas en Inglaterra, protestantes en Estados Unidos y por supuesto, católicas en Europa, Centroamérica y África. También había visitado décadas atrás, una mezquita en la Medina de Fez y más recientemente, la Mezquita Azul de Istambul

Alguna vez he relatado, que no fue en el Vaticano donde me sentí más cerca de Dios, sino en una modesta iglesia de un oasis argelino, en el corazón del Islam. Sus paredes eran de adobe, su techo, hojas de palmera, su suelo, arena del desierto, su altar una roca y su retablo, una sabana con una imagen pintada de Jesús. Dos monjas de blanco, rezaban con los pies descalzos.

Tanto me impresionó aquella iglesia, que al inaugurar mi blog, puse su fotografía en la portada y aún sigue allí.

Hoy miércoles santo, he ido a una modesta iglesia, con una comunidad muy comprometida y viva. Había muchas calvas, muchas canas y mucha laca. Poca juventud, pero mucho fervor. Me sentí más cerca de Dios que en una catedral gótica, de altas bóvedas y magníficas vidrieras.

Una música suave y melodiosa parecía elevarme y me transportó a un momento de éxtasis y felicidad. En la confesión comunitaria, una voz preguntaba pausada y potente y debíamos respondernos gritando nuestro silencio.

Y descubrí que no era tan bueno como creía. Un cierto pesar pareció envolverme de inicio, pero después sentí paz, bienestar, alegría y satisfacción. Me había desprendido del polvo y el barro del camino y me sentía ligero de equipaje.

Cuando te hacen las preguntas de verdad, te das cuenta que no es fácil ser bueno, pero merece la pena el sacrificio, pues para empezar, el premio cercano, es la alegría de vivir.

Allá donde he viajado, siempre se ha orado a Dios. Por algún motivo, todas las civilizaciones creen en un ser superior. En sus centros religiosos, he podido palpar la devoción por un dios, que cada cual le da un nombre y le reza de forma diferente.

Esta vez, ha sido en mi tierra, en mi idioma, en mi religión, pero no creo por ello, que sólo por ser católico, tenga la patente de la felicidad y la salvación eterna y afirmo, que tampoco la tiene cualquier otra religión











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