sábado, 26 de marzo de 2016

Hijos de la lluvia

Árbol desnudo, que aún no sabe que es primavera. Jilguero moviendo sus colores trinando por sus ramas. Johan Sebastian Bach, la música

El cálido vapor de la bañera, templa mi piel dormida. Mi alma se despereza tras la calma noche. El azul del cielo, alegra la mañana

Momento de paz interior. Sosiego presto a la fuga, ante la inminente agitación de nietos, que amenazan con el ruido de vida, 

Aseado y presentable para la alegría de vivir, desayuno sabores de infancia en un Sábado Santo.

Torrijas con miel, plátano de Ecuador, dátiles de Argelia, corazón español. Aún saboreo la dulzura de las abejas y de los dedos del sol, mezclados con la blanca leche de mi verde región. 

Esto es simplemente, un retazo de la felicidad posible.

He puesto en marcha el reloj de pared. Su tic tac ha vuelto a sonar tras un silencio durante mi ausencia. No es la hora, parecía decirme, pero él sabe que hoy debe adelantar sus campanadas para ahorrar energía.

Hoy,  los que tienen el poder, han decidido que los bebés nazcan una hora antes y que los que se mueran, avancen también su última hora.

He quitado las bisagras de la puerta de la cocina. Tras 16 añosabriéndose  y cerrándose, sus arandelas se han desgastado y la madera roza ligeramente el suelo. 

Es tiempo de reponer las piezas, para que la puerta de los sabores y del hambre fugada, gire por muchos años más, cediendo el paso a quienes pecamos también con la gula.

Pienso que los cartílagos de mis rodillas, están como las arandelas de la puerta; desgastados por los caminos andados y sobretodo, por el exceso de peso, debido a pequeños pero constantes placeres del yantar.

Es lo que pasa, tras muchos años de jamón, chorizo, morcillas, manchegos quesos de oveja y tantos otros mordiscos más al placer de la vida.

Me queda el consuelo, de no estar peor que mis contemporáneos. 

Somos hijos de la lluvia de muchos años. Gotas de nubes, resbalando por las piedras de la cordillera, que solidificadas, forman el glaciar de la vida camino del mar.

Viajamos lentamente, entre el ruido del congelado deslizamiento, arrastrando las piedras del fondo, como lo hacemos con las humanas pasiones.

La inmensa lengua de hielo, se rompe, se resquebraja, atrona y asusta, mientras sigue imparable hacia su muerte en el mar.

Así somos. Así vamos. Todos juntos, hacia el colectivo final. 

Nuestro glaciar humano, hace ruido, vive y muere finalmente desgastado, pero al igual que hay un Domingo de Resurección,  esperamos como el ciclo del agua, volver al inicio del glaciar.

Necesitamos creer en la Vida Eterna.. Queremos querer creer en ella.

Tal vez, en muchos años, un nuevo jilguero cante sus primeros trinos de primavera, sobre las desnudas ramas de un gingko y aún se oiga la música de Johan Sebastian Bach








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