La luz besó mi cara y me despertó lentamente. Desperezado, me puse en pié y miré el día por la ventana. Tenía la hermosa tristeza del norte. El jardín mostraba su verde apabullante, los árboles ya vestían la primavera, los cerezos ya no tenían flor y las camelias ofrecían su sereno toque de color. El cielo era gris y la bruma completaba el paisaje.
Las tiernas hojas bailaban un dulce vals al son de la caprichosa brisa. Los mirlos paseaban el verde con sus negros plumajes, mientras sus anaranjados picos buscaban su yantar gusanero. Una tórtola bebía del estanque de las ranas y un jilguero, volaba su rojo y su amarillo entre las ramas.
Estaba solo, pero sentía vida y compañía por doquier. En su día, mi jardín fue solo un pedregal, lleno de víboras y territorio de comadrejas, zorros y pequeños roedores. Pero era joven, tenía fuerza, sueños e ilusión.
Desbrocé la tierra, a pleno sol de verano, sudando el esfuerzo, sufriendo el presente y soñando el futuro. Pensaba que no se debe perseguir la belleza de las mariposas, sino preparar un jardín para atraerlas.
Planté árboles, mezclando sombras y sabores, planté césped, añadí plantas de color, cavé un estanque y transformé un lugar anodino en mi pequeño paraíso de belleza.
Como cada mañana, me senté junto a la ventana de la cocina. Ví mi obra y un poco más allá, la verde colina que rompe el horizonte y en su ladera, la ocre tierra recién labrada, con la promesa de maíz para las vacas de una ganadería cercana.
Superada mi convalecencia, por los traicioneros fríos de la primavera, había decidido darme un pequeño homenaje.
Mi desayuno suele ser una mezcla de yogur líquido, manzana rallada, un puñado de muesli y unos congelados colores del verano anterior. Pero se habían acabado las grosellas, las moras y las frambuesas y quise pecar de gula y darme una satisfacción de colesterol.
Fue un pecado deliberado. La víspera había comprado 5 litros de zumo de vaca. Aún estaba caliente del ordeño. Según miraba las vacas, me prometía momentos de felicidad. Esta semana, uno de mis nietos, descubrió en una granja escuela que la leche no es del tetrabrik, sino de las vacas, como tampoco el dinero es de los cajeros automáticos, sino del sudor del trabajo.
Yo había tenido más suerte. Mi infancia tuvo muchas veladas de campo, pájaros y moscas. Sabía lo que era el placer de la naturaleza y conocía los sabores auténticos, como el que pensaba disfrutar.
Herví dos veces mi tesoro blanco. Lo dejé enfriar al ambiente y cuando templó, lo metí en la nevera. El frío de la noche, subió la capa de nata y preparó el placer de la mañana.
No me aseé y bajé mi soledad a la cocina, con la ilusión de un niño el día de Reyes Magos. Saqué la gran cazuela de la nevera y me serví un gigantesco vaso de leche, con toda su nata. Mientras oía música de violín interpretado poe Pablo Sarasate, pequé con ansias y regocijo.
Corté la peluca de varias fresas, como si fuera un indio arrancando cabelleras pero su aplasticado sabor no era como el de mi niñez. Comí a mordiscos una triscante y roja manzana y finalmente, me serví otra ración de colesterol.
Ahíto y feliz, subí a asearme para disfrutar del don de la vida.
Esta mañana, sin familiares que me criticaran el pecado de la gula, he sido un auténtico mamón. Nadie me ha amargado el prohibido placer y he sido, feliz. Porque la felicidad, no es más que la suma de pequeños momentos y esta mañana, yo he tenido uno memorable
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