La acostada bruma besa la ladera de la colina. Unas vacas asoman su difuminada silueta por la humedad, pastando el verde que luego transformarán en mi desayuno. De hecho, bebo ahora su leche acompañada con un dorado sobao de esta tierra.
El naciente sol alarga las sombras de mis desnudos árboles, que reposan su savia hasta la llegada de la primavera. Un mirlo, con su negro plumaje y su anaranjado pico, observa un delicioso petirrojo, que come el grano que he depositado junto al estanque.
Las hojas de mi bananero chino, aún no han sucumbido ante el frío del invierno y las dos camelias, guardan para más tarde los colores del frío.
Salgo al jardín y arranco una tersa mandarina del árbol. La pasada temporada, sus ramas se quebraron por el peso de su generosa producción y este año, convaleciente, sólo me ha dado unos sabrosos colores para recordarme que sigue vivo.
Agradecido por su esfuerzo, saboreo cada gajo y pienso en la felicidad de los pequeños detalles. Siento paz interior; un sosiego pasajero, antes de marchar al supermercado para llenar la nevera de gasolina corporal.
Dudo sin embargo, si abandonar la idea y pasear mi espíritu por la costa, nariz al viento, tímpanos al rugido de las olas, ojos al infinito, pulmones al oxígeno puro de la naturaleza y la libertad.
Me debato entre el estómago y los pulmones; en una especie de antítesis figurada de sanchopanzismo y quijotismo.
Finalmente, decido navegar por el paisaje, abrigado contra el viento traicionero y dejar para luego, la compra de la alegría para el monago.
No buscaré caviar ni angulas ni mariscos de alto valor. Tan sólo unas humildes lechugas, para compensar mi cuerpo de la sinrazón de las comidas anteriores.
La vida, es una sucesión de momentos en los que las cosas sencillas, los gestos nobles, las miradas tranquilas, los paisajes hermosos y la bondad de corazón, te permiten caminar por la felicidad. Hoy, una vez más, recorreré la senda de la paz en soledad, lentamente, sintiendo el mullido suelo del campo o la húmeda arena de la playa bajo mis pies.
Pensándolo bien, recorreré el Paseo de Mataleñas, con sabor a campo y olor a yodo de mar. Veré los reflejos solares en el campo de golf y volveré a prometerme iniciarme en ese deporte.
Sé que lo haré, aunque no sé cuando. Antes debo saber si deberé sudar largamente en el norte de África, al sur del Mediterráneo (mar entre tierras), oyendo la llamada a la oración del muecín o limitarme a esporádicos viajes al exótico horizonte, buscando lo que todavía no sé.
Por el momento, practico un "carpe diem", viviendo cada segundo, que no es poco. Realmente, estar jubilado y entregarme a mi intimidad es un maravilloso privilegio
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