sábado, 31 de agosto de 2019

Benín. Capítulo 13. ¡No hay cojones!

                    Se advierte que en esta crónica, aparecen numerosas fotografías con serpientes.

Las serpientes me causan repugnancia y miedo. En la religión católica, a la serpiente se la identifica con el demonio; en el budismo, se venera a una serpiente protegió a Buda y en Benín se identifica a las serpientes con los espíritus de los antepasados y existe un templo dedicado a las serpientes pitón.

He tenido numerosas experiencias con serpientes a lo largo de mi vida. Siendo un adolescente, recorría las marismas de Sevilla. Habían tratado con insecticidas grandes extensiones de terreno  recuperado al mar que estaban desalando. En la pista de tierra por la que circulaba en un coche, había decenas de culebras verdes  muertas. Las había bastante grandes y al pasar por encima de ellas, se percibía claramente.

En 1973  viviendo en Mauritania, pedí a un saharaui que me consiguiera una cría de feneco o zorro del desierto, para domesticar lo como animal de compañía. No hablaba español ni francés y nos entendímos por señas, o al menos, eso me pareció a mi. Le expliqué que tenía orejas grandes y me puso cara extraña. Días más tarde, me trajo una caja que me dispuse a abrir, pero afortunadamente, me detuvo de inmediato. No me había comprendido bien y lo que me traía, era una víbora cornuda. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Como veterinario de Salud Pública en Cantabria, atendía a personas agredidas por animales. En dos ocasiones, identifiqué sendas víboras  que habían matado las víctimas tras ser mordidos por ellas.

Cuando construyeron mi casa sobre un terreno agreste lleno de maleza, maté varias víboras, antes de convertirlo en un "civilizado" jardín.

En Quensland, Australia, corri un grave peligro antes una serpiente taipán, quizás la serpiente más venenosa del mundo. Estaba trabajando en un jardín y al levantar un barreño en un lugar lleno de trastos, surgió una serpiente taipán que se dispuso en posición de defensa y ataque.

En Nueva Gales del Sur, mis amigos australianos, me mostraron una foto de una serpiente devorando un opossun, en una palmera junto a la piscina, Obvio decir, que nunca estaría confiado en aquél lugar.

En Bali, Indonesia, me hice una fotografía con una pitón de más de dos metros. No quería, pero un "macho ibérico" se envalentona cuando le dicen ¡no hay cojones! Me la cargaron en los hombros y puse los brazos en cruz para alejar su cabeza de mi cara. Sentí sobre mi cuello su reptante deslizamiento, notando el crujido del movimiento de sus vértebras y pavor cuando volvió su cabeza hacia mi cara, mirándome fijamente al tiempo que sacaba su bífida lengua.

En Jaipur, India, me acerqué a un encantador de serpientes que tenía la clásica cobra en el canasto. Me invitó a tocarla y en un acto de inconsciente confianza, le hice caso.

Estuvimos en el mercado de fetiches de Benín y tuvimos unas serpientes sobre nosotros. Una de ellas, metió su diminuta cabeza dentro del oido de Ángeles, quien dio un sonoro grito de sorpresa y espanto.

Acudimos al Templo de las serpientes pitón en Benín. Ya en el jardín exterior, un sacerdote animista, nos colgó una pitón sobre los hombros, para "presentarnos el espíritu de un antepasado". Esta vez, no me impresioné tanto como en Bali.

El templo era una construcción circular de unos 30 metros cuadrados, con una zona central del suelo más baja. En su interior había 15 o 20 pitones repartidas por doquier. En algunos casos, varias de ellas estaban juntas, entrelazadas, formando un amasijo de carne viscosa de pieles dibujadas.

Debimos despojarnos del calzado y proveernos de arrojo o inconsciencia. Entramos descalzos en el templo, puse la mano sobre un amasijo de serpientes y tiré de una de ellas. Tuve la sensación de sacar un enorme espagueti.

Me senté en el suelo, cerca del amasijo. Una serpiente reptaba cerca de mis pies mientras tenía otra en mis manos. Sentí cómo esta última, enrollaba su cola en uno de mis muslos, para sujetarse y no fue agradable.

El sacerdote me puso una pitón de tamaño mediano en la cabeza y me la enrolló como si fuera un turbante. Mis compañeros de viaje pasaron por el mismo trance.

Los tres vivimos un "sin vivir" que duró una eternidad. En mi caso, lo que más me impresionó  fue ver la cabeza de la serpiente entre mis ojos, mientras sacaba su bífida lengua para olerme.

Por cierto, "haberlos hubo", aunque aún siento asco y miedo con las serpientes. He superado la prueba en varias ocasiones, pero no deseo que vuelvan a decirme: ¡No hay c...!

Jardín desordenado en Queensland, Australia
La serpiente taipán
La serpiente y el opossum, en Nueva Gales del Sur
Con una serpiente de Bali, Indonesia
Con una cobra en Jaipur, India

    
Templo de las pitones, Benín







El sacerdote del templo nos invitó a imitar su turbante


















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