domingo, 21 de agosto de 2016

Amor de viejo

Soy hijo de amor de invierno. Nací un 22 de agosto, asomando la cabeza con las doce campanadas y terminando de nacer en un nuevo día. Soy por tanto, una especie de virgo leonado.

La casa de mis abuelos tenía cicatrices de la guerra civil en la fachada y en su interior reinaba la angustia, la ansiedad y finalmente la felicidad de mi llegada.

Desde entonces, en aquella casa no pareció reinar la paz; pañales, biberones, llantos… y todo el repertorio de un bebé aspirando a la vida, ahuyentaron esa palabra del diccionario familiar.

Siempre tenía cerbatanas, tirachinas, espadas de madera, peonzas y canicas. Subía a los árboles sin importarme el peligro, en busca de nidos de pájaros. Hoy, la ciencia me habría calificado como un niño hiperactivo; pero entonces, solo era un niño travieso. 

Caminé descalzo sobre la hierba por senderos de blanda tierra, incluso por empinadas cuestas entre piedras y cardos. 

Aprendí a soportar el dolor, a vadear los peligros, a bordear los obstáculos y cuando fue preciso, a saltar el desafío sin medir las posibilidades de éxito.

Llegué a la pubertad lleno de cicatrices, de cortes, quemaduras, golpes y alguna que otra pedrada pero era un jovenzuelo sano, noble y cándido. No había alcanzado aún la madurez. Una infancia sobreprotegida me había impedido madurar al sol, al aire y a la libertad de la vida.

Aprendí a leer no solo las letras sino también el lenguaje corporal, los colores del camino, la naturaleza y todas las manifestaciones del arte.

Aprendí a aprender con visión global y descendiendo al detalle, separando lo importante de lo superfluo. Aprendí a ser buena persona.

Esperé el amor sin saber cómo reconocerlo pero pronto lo averigüé.

Busqué la mujer de mis sueños y cuando creí encontrarla, comprendí que no era el hombre de los suyos. Seguí mi camino sin saber que el amor estaba lejos de mi Sevilla, escondido entre las brumas del norte, sin embargo, tardaría varios años en encontrarlo.

Pequé los 7 capitales - especialmente de gula y lujuria -  pero en su justa medida, solo para ser humano. Disfruté del olor a tierra mojada y del café recién molido. Me sobrecogieron, el viento y la lluvia contra mi cara. Me emocionaron, la limpia mirada de un niño y las arrugas de un cuerpo cansado de tanto calendario.

Mis padres se fueron para siempre. Sus manos me habían dado amor y seguridad y yacieron entre las mías por última vez. Mis ojos lloraron perlas de tristeza. Ya estaba casado, tenía hijos y mucho camino por recorrer. Sequé mis ojos, me levanté y seguí. Me dolía el alma, mas no quería transmitir pena sino alegría de vivir.

Pisé desiertos, subí montañas, bajé grutas, descendí ríos caudalosos y nadé libre en aguas profundas de la vida. Viví arcoíris hermosos, observé muchos amaneceres y otros tantos atardeceres; vi muchas formas de luna y algunos eclipses. 

Amé los animales, desde el imponente león a la afanosa abeja. Abracé árboles sintiendo su fuerza y su paz interior. Jugué con mi sombra, me reí con ella y a veces de ella. Reí y reí mucho. 

He aprendido a ser hijo al ser padre y a ser padre ahora que soy abuelo. Disfruto el presente con los nietos, lejanos en el espacio pero cercanos en el corazón. Les abro las ventanas de la curiosidad, les doy amor de viejo al percibir sus tiernas e inocentes miradas y sueño con verles volar al viento de la vida.

Una noche de luna llena, vi volar una lechuza desde la ventana de mi dormitorio. Pensé entonces, que realmente estamos de paso en este mundo y que nuestra larga vida no es más que un suspiro de la historia. 

Juzgué fugazmente mi vida, hice recuento de mis alegrías y mis sentimientos perdidos, es decir, mis “perdimientos”. Luego, pensé en la felicidad.

Durante un tiempo, creí que el éxito personal era el dinero y el poder pero la vida me enseñó que era la salud, el amor, la paz de espíritu y la autoestima personal. Supe que la felicidad no estaba en lejanos países sino en mi corazón.

Ahora ya más sabio, intento “envejecer con éxito” para conquistar la colina de la longevidad; viviendo intensamente, amando, riendo y leyendo en positivo el paisaje de la vida.

Abrazo con franqueza, acompasando los ritmos del corazón con el de la persona amiga. Estoy feliz con lo que tengo, no envidio lo ajeno y no aspiro a ser el más rico del cementerio.

Disfruto con una mirada tierna, un gesto de complicidad, una compañía en silencio o con una risa franca y noble. 

Ansío pasear mis arrugas por la libertad del paisaje, apreciar los pequeños detalles, valorar lo auténtico y sobre todo sentir amor. 

Me desprendo de lo material que me lastra y me encadena al pasado, para sentirme libre, ligero de equipaje y poder  emocionarme en libertad con el canto de un ave, el olor de una flor, el vuelo de una mariposa o el oro y la sangre de los árboles en otoño.

Somos agua y como agua vivimos. Somos gotas de lluvia que lloran las nubes en las altas montañas. Gotas que se unen al inmenso glaciar de la vida y se arrastran hacia el mar. Y cuando la lengua de hielo se adentra en la inmensidad del océano, se funde para reiniciar el ciclo de la vida.

Intento sumar años a mi vida y darle vida a mis años.

Solo soy un mísero mortal, una gota de lluvia en el maravilloso espectáculo de la vida.
Cuando sienta la cercanía del mar y cuando vea las piruetas de las gaviotas en su volar, comprenderé que me acerco al final. 

Necesitaré entonces un día para pedir perdón a todos los que hice daño, otro día más para despedirme de mis compañeros de camino y un último día para decir a mi gente que los quiero.

Pediré entonces un “buen médico” y un “médico bueno” que me evite sufrimientos innecesarios.

Donaré mis órganos para permitir la vida de otros y miraré los ojos de mis amores antes de cerrar los míos para siempre.

Mi cuerpo fallido con sus cicatrices como condecoraciones de vida, hecho ya cenizas, volará en libertad mecido por el viento o nadará sin temor en las espumas de las olas.


“Dedicado a mi madre, en el aniversario de mi nacimiento”

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