Soy hijo de amor de invierno. Nací un 22 de agosto,
asomando la cabeza con las doce campanadas y terminando de nacer en un nuevo
día. Soy por tanto, una especie de virgo leonado.
La casa de mis abuelos tenía cicatrices de la guerra
civil en la fachada y en su interior reinaba la angustia, la ansiedad y
finalmente la felicidad de mi llegada.
Desde entonces, en aquella casa no pareció reinar la
paz; pañales, biberones, llantos… y todo el repertorio de un bebé aspirando a
la vida, ahuyentaron esa palabra del diccionario familiar.
Siempre tenía cerbatanas, tirachinas, espadas de
madera, peonzas y canicas. Subía a los árboles sin importarme el peligro, en
busca de nidos de pájaros. Hoy, la ciencia me habría calificado como un niño
hiperactivo; pero entonces, solo era un niño travieso.
Caminé descalzo sobre la
hierba por senderos de blanda tierra, incluso por empinadas cuestas entre
piedras y cardos.
Aprendí a soportar el dolor, a vadear los peligros, a bordear
los obstáculos y cuando fue preciso, a saltar el desafío sin medir las
posibilidades de éxito.
Llegué a la pubertad lleno de cicatrices, de cortes,
quemaduras, golpes y alguna que otra pedrada pero era un jovenzuelo sano, noble
y cándido. No había alcanzado aún la madurez. Una infancia sobreprotegida me
había impedido madurar al sol, al aire y a la libertad de la vida.
Aprendí a leer no solo las letras sino también el
lenguaje corporal, los colores del camino, la naturaleza y todas las
manifestaciones del arte.
Esperé el amor sin saber cómo reconocerlo pero pronto
lo averigüé.
Busqué la mujer de mis sueños y cuando creí encontrarla, comprendí
que no era el hombre de los suyos. Seguí mi camino sin saber que el amor estaba
lejos de mi Sevilla, escondido entre las brumas del norte, sin embargo, tardaría
varios años en encontrarlo.
Pequé los 7 capitales - especialmente de gula y
lujuria - pero en su justa medida, solo para
ser humano. Disfruté del olor a tierra mojada y del café recién molido. Me
sobrecogieron, el viento y la lluvia contra mi cara. Me emocionaron, la limpia
mirada de un niño y las arrugas de un cuerpo cansado de tanto calendario.
Mis padres se fueron para siempre. Sus manos me habían
dado amor y seguridad y yacieron entre las mías por última vez. Mis ojos
lloraron perlas de tristeza. Ya estaba casado, tenía hijos y mucho camino por recorrer.
Sequé mis ojos, me levanté y seguí. Me dolía el alma, mas no quería transmitir
pena sino alegría de vivir.
Pisé desiertos, subí montañas, bajé grutas, descendí
ríos caudalosos y nadé libre en aguas profundas de la vida. Viví arcoíris
hermosos, observé muchos amaneceres y otros tantos atardeceres; vi muchas
formas de luna y algunos eclipses.
He aprendido a ser hijo al ser padre y a ser padre
ahora que soy abuelo. Disfruto el presente con los nietos, lejanos en el
espacio pero cercanos en el corazón. Les abro las ventanas de la curiosidad,
les doy amor de viejo al percibir sus tiernas e inocentes miradas y sueño con
verles volar al viento de la vida.
Una noche de luna llena, vi volar una lechuza desde la
ventana de mi dormitorio. Pensé entonces, que realmente estamos de paso en este
mundo y que nuestra larga vida no es más que un suspiro de la historia.
Juzgué fugazmente mi vida, hice recuento de mis alegrías y mis sentimientos perdidos,
es decir, mis “perdimientos”. Luego, pensé en la felicidad.
Durante un tiempo, creí que el éxito personal era el
dinero y el poder pero la vida me enseñó que era la salud, el amor, la paz de
espíritu y la autoestima personal. Supe que la felicidad no estaba en lejanos
países sino en mi corazón.
Ahora ya más sabio, intento “envejecer con éxito”
para conquistar la colina de la longevidad; viviendo intensamente, amando,
riendo y leyendo en positivo el paisaje de la vida.
Abrazo con franqueza, acompasando los ritmos del
corazón con el de la persona amiga. Estoy feliz con lo que tengo, no envidio lo
ajeno y no aspiro a ser el más rico del cementerio.
Disfruto con una mirada
tierna, un gesto de complicidad, una compañía en silencio o con una risa franca y noble.
Ansío pasear mis arrugas por la libertad del
paisaje, apreciar los pequeños detalles, valorar lo auténtico y sobre todo
sentir amor.
Me desprendo de lo material que me lastra y me encadena al pasado,
para sentirme libre, ligero de equipaje y poder
emocionarme en libertad con el
canto de un ave, el olor de una flor, el vuelo de una mariposa o el oro y la
sangre de los árboles en otoño.
Somos agua y como agua vivimos. Somos gotas de lluvia
que lloran las nubes en las altas montañas. Gotas que se unen al inmenso
glaciar de la vida y se arrastran hacia el mar. Y cuando la
lengua de hielo se adentra en la inmensidad del océano, se funde para reiniciar
el ciclo de la vida.
Intento sumar años a mi vida y darle vida a mis años.
Solo
soy un mísero mortal, una gota de lluvia en el maravilloso espectáculo de la
vida.
Cuando sienta la cercanía del mar y cuando vea las
piruetas de las gaviotas en su volar, comprenderé que me acerco al final.
Necesitaré entonces un día para pedir perdón a todos los que hice daño, otro
día más para despedirme de mis compañeros de camino y un último día para decir
a mi gente que los quiero.
Pediré entonces un “buen médico” y un “médico bueno”
que me evite sufrimientos innecesarios.
Donaré mis órganos para permitir la
vida de otros y miraré los ojos de mis amores antes de cerrar los míos para siempre.
Mi cuerpo fallido con sus cicatrices como condecoraciones de vida, hecho ya
cenizas, volará en libertad mecido por el viento o nadará sin temor en las
espumas de las olas.
“Dedicado a mi madre, en el aniversario de mi nacimiento”
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