Antes de llegar a Puerto Santiago, paré en el Mirador de Los Acantilados de los Gigantes. He visto acantilados en la cornisa cantábrica, la abrupta costa de la Bretaña francesa y de Normandía, así como los de otras islas volcánicas. Ver estos acantilados, me encantó, sin impresionarme en exceso. Quizás, tenía la variante de ser bastante secos. Sin embargo, me comentaron que la observación de estos farallones desde el mar, son más espectaculares.
Lamentablemente, no supe a tiempo que se podía navegar por la zona, en un barco velero e incluso avistar ballenas en aquél lugar. Ya era tarde para gestionar semejante aventura. De cualquier modo, la belleza del lugar bien mereció el desplazamiento realizado.
Puerto Santiago, es un bonito lugar acostado sobre la playa, donde el azul del cielo y del mar, se funden en el horizonte, bañando de alegría y optimismo la zona. La población sureña, se exhibe orgullosamente soleada ante los atónitos ojos de los europeos del norte, tan escasos de sol, vino y alegría.
La lava es la dueña del paisaje, en su áspera negritud, sirviendo incluso hasta de material para elevar las vallas precisas, en el campo o en la ciudad. Unas piscinas casi naturales, con agua de mar, en modalidad "infinity" permiten el baño a quienes tienen tiempo y ganas de disfrutar la vida y la belleza de esta isla.
Una barcaza anclada en una revuelta de la carretera, me recuerda el barco de "Chanquete", el entrañable personaje que encarnó el desaparecido Ferrándiz, en la maravillosa serie televisiva "Verano azul"
Los cactus, las yucas, las pitas, las palmeras y los matorrales esparcidos desigualmente por la tierra de lava, verdean el seco paisaje interior. Los blancos pueblos del camino, recuerdan los del árabes del norte de África y los pueblos blancos de Andalucía. La cal blanca, es un magnífico invento para reflejar los rayos solares, aminorar el castigo del calor y alegrar el alma.
Voy a un pueblo escondido entre barrancos. La carretera, como todas las de la isla, tiene un suelo impecable y los quitamiedos, impolutamente pintados en tono ocre, no quitan el miedo. Las pendientes son cada vez mayores y surgen alemanes por todas partes, en pequeños coches de alquiler en los que extrañamente caben.
Sudo entre suspiros de apuro, ante cada pendiente asesina, ante cualquier recodo de casi 300º y busco miradores para admirar el paisaje, refrigerar el motor del coche y los neumáticos, a la vez que rebajo la tensión emocional de la conducción.
Al bajarme en un mirador, un viento traicionero me robó el sombrero de Panamá. Afortunadamente, una joven teutona, sí, -con u intercalada-, salvó a mi sombrero de volar por los barrancos del lugar.
Tras soltar un "danke", aprecié la maravilla del paisaje. A un lado, la cercana isla de la Gomera y al otro, el eterno, majestuoso y vigilante Teide, mirando impasible mis correrías por la piel de su isla.
Me subí a una roca y señalé aquella mole de fuego dormido, para tener un recuerdo del momento. El viento, enfadado por no tragarse mi sombrero, pareció que quería tumbarme al suelo, pero resistí el envite.
Tras bajar, doblar cientos de curvas, bajar y doblar más curvas, olía el éxito del camino. Ya pronto vería el ignoto pueblo de Masca, cuando un autobús apareció en una curva. Aún no sé como lo hice, pero tras muchos sudores y bastantes aspavientos, superé la prueba.
Finalmente, llegué al pueblo, si así se podía llamar a aquello. Algunas casas, barrancos secos, llenos de cactus y de alemanes, fueron el paisaje final. Di la vuelta donde pude, cuando pude y como pude. Otra vez, pisé a fondo el acelerador del coche, que subió a duras penas en primera y en segunda las cuestas previamente bajadas.
Tras un rato de apuros, tirones y sudores, llegué a lo que era una carretera más civilizada, que habría de llevarme a Icod de los Vinos. No me gustó la población, pero al menos, visité mi amigo, el drago milenario, al que volvía a ver, 40 años después para mí y unos instantes de existencia para él.
Allí había otra ración de alemanes, muchos ficus enanos, una gran variedad de plantas cactáceas y alguna balconada de madera, tan típicas en Canarias, que sirvieron en su tiempo, para inspirar la arquitectura colonial hispanoamericana.
Comí en la volcánica playa de San Marcos, al borde del mar, ante una negra arena. Una pequeña iglesia azul, parecía una casita de cuento infantil. Me pareció coqueta, preciosa, extraña y entrañable.
Regresé a tiempo para darme un baño en la piscina del hotel. Era agua de mar, estaba templada y era de color turquesa. Fue un final feliz de un día interesante, sin llegar a ser el mejor de mi aventura canaria
Muros de la
Al fondo, la piscina natural
Al fondo, la isla de la Gomera
Al fondo, el majestuoso Teide
El pueblo de Masca
Playa San Marcos
La comida bajo el toldo rojo, fue de
excelente paisaje y mediocre gastronomía
Recogiendo arena en la playa de San Marcos
Una vez más, acantilados protegidos contra desprendimientos
El famoso drago milenario de Icod de los Vinos
Una vez más, el Teide gigante
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