Tienes ojos azules, cenizo cabello y nacarada piel, aunque tus manos, reflejan el duro trabajo de la supervivencia.
Tu mirada es melancólica como el frío otoño y dulce como la miel. Tus facciones son delicadas y hermosas. No es extraño que cautives a quienes tienen el privilegio de conocerte.
Eres hija de la Gran Rusia; del gran norte, del frío polar, de largas noches y sol escaso. Tras larga vida en las duras tierras de los suspiros helados y en la bella y mágica San Petersburgo, bajaste a las tierras del sol caliente del sur.
No bajaste sola, habías dado lo mejor de tu vida a amores perdidos y tenías de ellos, tres hermosos hijos, un varón y dos hijas, que eran tu única, pero maravillosa fortuna.
Te conocí en el aeropuerto de Krasnodar. Era una negra noche de bruma espesa. Tu bienvenida fue una bella sonrisa y algunas frases que no comprendía, sin embargo, te seguí confiado con mi maleta.
Juntos emprendimos un largo viaje por lúgubres caminos. A veces, pasábamos controles policiales o militares, en la mitad de la nada y pensaba en los vopos de una historia aún reciente.
Fueron varias horas de ruta entre montañas, cada vez más angosta y empinada, de piso descarnado, en el que las grandes piedras se hicieron cada vez más frecuentes, hasta temer que fuera el final de la travesía.
Al amanecer, llegamos a una aldea de montaña. Las casas eran modestas, típicas de la Rusia, profunda y sin concesiones a lo superfluo. La gente eran muy hermosa, sencilla, noble y solidaria, como suele ocurrir donde está en juego la supervivencia.
Fue para mi un choque de mundos. De Europa a Asia; de la opulencia a la carestía; del alegre ambiente latino, a la ruda vida de los cosacos rusos.
Fue una gran experiencia de vida, en la que enfrenté las consecuencias de un mundo libre y otro de revolución comunista.
En lo personal, estábamos tus tres hijos, tú y yo. Nos separaban las costumbres, el idioma, la mentalidad y la edad. Nos unía la curiosidad por lo desconocido, la hospitalidad y la bondad de corazón por ambas partes.
Te vi delicada, desvalida y conformista con tu destino. Eras una mujer luchando por su prole y yo, un helper con la curiosidad de un turista y mirada bondadosa.
No fueron fáciles días para mi, pero me enamoré de tu familia. No fue un amor físico ni de transgresión moral, sino de admiración por la maternidad que representabas y la ternura que dedicabas a tus hijos.
Fueron días intensos de trabajo y emociones. Conocí la dureza de tu medio y recibí una lección de vida. Me consideré afortunado de vivir como lo hacía y agradecido por lo que el destino me había provisto. Nunca más, podría quejarme de las dificultades en mi mundo y sería comprensivo con los que la vida no ha sido generosa.
Me enseñaste lo mejor de tu aldea, la belleza de tus montañas y la alegría de tus gentes, compartí tu vida y tu familia durante dos semanas e incluso ofrecí invitar tu hija a mi casa cuando supiera algo de español.
Me mostraste una caja con las viejas fotos de familia. Eran de viejo papel sepia y estaban ajadas por el tiempo y el manoseo, evocando la felicidad de tu lejana infancia. Supe que tu padre había trabajado en una base rusa en la Antártida y conocí tu desaparecida familia de origen.
Digitalicé todos tus recuerdos y aún los conservo en mis archivos, porque la precariedad de tu vida, necesita salvaguardar este tesoro de sentimientos.
Cuando emprendí el camino de regreso a mi mundo, mi hogar y mi familia, sentí la alegría del retorno y la pena de la despedida.
Estaba orgulloso de haberos ayudado y feliz por habernos transmitido amistad y ternura.
Abracé con fuerza y cariño a cada uno de tus hijos y marché contigo de nuevo a Krasnodar.
Era noche cerrada y la lluvia calaba los huesos. Tomamos el último té juntos en el aeropuerto y finalmente, me despedí de ti. Fue un largo abrazo, sincero y hermoso.
Deseábamos vernos todos de nuevo, tal vez en San Petersburgo, pero ambos sabíamos que no era lo más probable. Besé tu frente, acaricié tus mejillas y te dije que eras una hermosa mujer a la que podría querer como una hija o una hermana pequeña.
Nos seguimos con la mirada hasta que pasé el umbral de los controles. Luego, el avión atravesó la madrugada sobrevolando el Mar Negro, hacia Estambul.
Recuerdo con ternura aquellas semanas rusas, donde la aventura humana, compensó con creces las incomodidades vividas. Aún hoy, Verónica, te veo como una gran mujer a la que el destino no te dio las mejores cartas de la vida y pido al Dios de todos, que te envíe un soplo de salud, amor y suerte.
Con amor de viejo
Miguel
No fueron fáciles días para mi, pero me enamoré de tu familia. No fue un amor físico ni de transgresión moral, sino de admiración por la maternidad que representabas y la ternura que dedicabas a tus hijos.
Fueron días intensos de trabajo y emociones. Conocí la dureza de tu medio y recibí una lección de vida. Me consideré afortunado de vivir como lo hacía y agradecido por lo que el destino me había provisto. Nunca más, podría quejarme de las dificultades en mi mundo y sería comprensivo con los que la vida no ha sido generosa.
Me enseñaste lo mejor de tu aldea, la belleza de tus montañas y la alegría de tus gentes, compartí tu vida y tu familia durante dos semanas e incluso ofrecí invitar tu hija a mi casa cuando supiera algo de español.
Me mostraste una caja con las viejas fotos de familia. Eran de viejo papel sepia y estaban ajadas por el tiempo y el manoseo, evocando la felicidad de tu lejana infancia. Supe que tu padre había trabajado en una base rusa en la Antártida y conocí tu desaparecida familia de origen.
Digitalicé todos tus recuerdos y aún los conservo en mis archivos, porque la precariedad de tu vida, necesita salvaguardar este tesoro de sentimientos.
Cuando emprendí el camino de regreso a mi mundo, mi hogar y mi familia, sentí la alegría del retorno y la pena de la despedida.
Estaba orgulloso de haberos ayudado y feliz por habernos transmitido amistad y ternura.
Abracé con fuerza y cariño a cada uno de tus hijos y marché contigo de nuevo a Krasnodar.
Era noche cerrada y la lluvia calaba los huesos. Tomamos el último té juntos en el aeropuerto y finalmente, me despedí de ti. Fue un largo abrazo, sincero y hermoso.
Deseábamos vernos todos de nuevo, tal vez en San Petersburgo, pero ambos sabíamos que no era lo más probable. Besé tu frente, acaricié tus mejillas y te dije que eras una hermosa mujer a la que podría querer como una hija o una hermana pequeña.
Nos seguimos con la mirada hasta que pasé el umbral de los controles. Luego, el avión atravesó la madrugada sobrevolando el Mar Negro, hacia Estambul.
Recuerdo con ternura aquellas semanas rusas, donde la aventura humana, compensó con creces las incomodidades vividas. Aún hoy, Verónica, te veo como una gran mujer a la que el destino no te dio las mejores cartas de la vida y pido al Dios de todos, que te envíe un soplo de salud, amor y suerte.
Con amor de viejo
Miguel
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