Tobías Rodríguez, paseaba por Fontiveros, un bonito pueblo de Ávila donde había nacido S Juan de la Cruz.
A finales del siglo XIX, corrían vientos de guerra. El tambaleante Imperio español, estaba en sus estertores de muerte.
Los norteamericanos, a los que España había ayudado en su guerra de independencia contra la Gran Bretaña, mantenían contra nosotros, la guerra de Cuba, pues tenían sueños de imperio y querían arrebatarnos nuestras ya escasas posesiones, entre ellas, también Puerto Rico y Filipinas.
Tobías fue enviado a la Guerra de Filipinas, donde los nativos del país, luchaban contra nosotros.
Le destinaron a tierra de paludismo, sangre y muerte, a un país que no era realmente español, a entregar su vida sin preguntarle, para defender unos intereses ajenos a él.
La larga travesía, transcurrió sin comodidades, con demasiadas olas, que revolvían su estómago, con un rancho sin grandes aromas y sobretodo, con tiempo; con muchas hojas de calendario para pensar.
Cada golpe de proa en el surco del mar, le alejaba de sus padres y de su amada, una preciosa joven de ojos azules llamada Sara Martín. A medida que la estela marina le alejaba de España, se desdibujaba su querencia y crecía el miedo a lo desconocido
Tobías lloraba el silencio. Amaba su bandera, como el resto de los españoles, pero los que su nación había distinguido con la aristocracia o el dinero, no iban con él en el barco. Solo los que no tenían suficiente dinero para pagar su exención del servicio militar, tendrían el honor de morir por su patria.
Manila le recibió con una bofetada de húmedo calor. Bajó con dificultad la pasarela del barco. Tuvo que acostumbrarse de nuevo, a la certeza de tierra firme. Formó con el resto de los soldados y marcharon a pie hacia su destino.
Las penalidades no tardaron en aflorar. Sudores de calor y miedo; fiebres de paludismo; hostigamientos en los pantanosos paisajes; muertes a bala y cuchillo...sus compañeros gritaban su sangriento dolor o enmudecían para siempre, en aquel infierno lejano.
Fue de los pocos supervivientes de aquella carnicería. España perdió su colonia, regada inútilmente por la sangre de sus hijos.
Antes de ser repatriado, Tobías compró a su novia, un mantón de Manila, aunque en realidad, los bordaban en China.
Los abrazos y besos de España, reconfortaron tanto sufrimiento. Con el tiempo, Tobías y Sara, se casaron y tuvieron 11 hijos.
La más pequeña, se llamaría Antonia y sería mi abuela materna, que acabó heredando el mantón de Manila.
Siempre oí hablar del mantón, pero nunca me lo enseñaron. Al parecer, era una joya bordada en seda.
Me habría gustado tocarlo, olerlo, abrazarlo contra mi pecho y evocar la historia de mi antepasado, pero ese momento me fue vedado por sucesivos “otra vez será”
Esta mañana, he visitado la residencia de ancianos donde vive mi tía. La nieta de Tobías, tiene 98 años, la mirada y la mente pérdidas. No sabe quién es, ni quién soy, pero yo sí sé quién es ella.
El mantón de Manila y mi propia tía, son parte de un mundo que toca a su fín.
Queda la melancolía.
Nota del autor. Los nombres de mis bisabuelos son ficticios, pues no los recuerdo y ya nadie puede decírmelos. Los comentarios sobre los acontecimientos en Filipinas, son novelados. El mantón de Manila existe y sé que nunca lo veré.
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