Tenía pantalones cortos y me encantaba jugar a las canicas. La bolsa de bolas de cristal, era mi preciado tesoro.
Entre mis compañeros de canicas y de peonzas, estaban Ovidio y Gonzalo. El padre de Ovidio, no levantaba más allá de 1,55 m, pero paseaba orgulloso con su mujer que le sacaba la cabeza.
Yo aún no andaba a mozas, pero tenía la suficiente picardía, para imaginar la situación que me callo.
Pasados los años, Gonzalo, marchó a Francia, donde se hizo director de cine. La sorpresa de los vecinos, fue verle con una guiri de al menos 1,90 m, que llevaba a mi amigo con el brazo sobre sus hombros y un bebé en el otro, dominando el dúo desde las alturas.
Años más tarde, yo también marché a Francia para hacer estudios de postgrado. Iba por todos los puertos de pesca del país, visitando fábricas de pescado, piscifactorias y todo tipo de actividades del sector.
En mi visita a Marsella, embarqué en una lancha de vigilancia costera, que controlaba, entre otras cosas, la pesca ilegal.
El mar estaba agitado y las náuseas se adueñaron de mi. Al gran malestar, se añadió la vergüenza de presenciar la detención de un pesquero español, por faenar ilegalmente, en aguas jurisdiccionales francesas.
Ya en tierra, me dirigí a un comedor universitario, pues en ellos podía comer barato y contactar con estudiantes de muchos países.
Coincidí en una de las mesas, con Helga, una alemana de Hannover, ciudad que conocía, pues había visitado su famosa Escuela de Veterinaria. Era una gran mujer, en el sentido literal de la palabra, pues medía casi dos metros.
Dimos cuenta de una sabrosa sopa de pescado típica de la zona y luego, paseamos por el puerto de Marsella.
Estaba tan encantado como impresionado, ante semejante mujer. Éramos una pareja muy dispareja, pues juntos, parecíamos el signo de admiración y yo era el punto. Era tan grande como dulce y hablaba un excelente francés, con un fuerte acento teutón.
Caída la tarde me acompañó a la estación de tren, pues debía viajar a París, para continuar mi formación.
Para despedirse, me rodeó el cuello con un brazo, alzándome casi de puntillas, al tiempo que se agachó para darme un beso. Sentí ternura y bochorno.
Mientras el tren cabalgaba hacia la Ciudad de la luz, recordé las escenas de mis amigos de infancia.
No supe si alegrarme por el fugaz beso o lamentar mi ridículo. Entonces. pensé en una vieja expresión popular:
"Demasiado arroz, para tan poco pollo".
Cerré los ojos, esbocé una pícara sonrisa y me entregué al sueño del camino.
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