Una preciosa joven, morena y de ojos grises, paria con dolor su soñado hijo varón. Tenía 23 años.
Los llantos del niño, conmovieron a la parturienta, que veía recompensado el trance, con aquella buena nueva.
Era un agosteño día del 47. Aquél niño, sería con los años, el titular del blog que estás leyendo.
Había nacido en plena época de la cartilla de racionamiento, cuando España sufría aún, las secuelas de la guerra civil española.
Mi madre bebía por mis vientos, me trataba con mucho amor, me protegía en exceso y derrochaba generosidad y dedicación.
Me ofreció todo, casi sin darme opción a luchar por la vida, al sol de los días y las platas de las noches; al viento, al frío y a los sudores del esfuerzo.
Me arrancó de su seno, con lágrimas en los ojos y a los doce años, me envió a un duro internado, donde pasé mi adolescencia con otros chicos más hechos a las vicisitudes del la vida
Fueron años de pocos colores, que endurecieron mi carácter, pero no mis sentimientos,. Estos, quedaron tan sólo ocultos bajo una coraza, que mas tarde, se resquebrajaría con la dulzura de una solícita madre y las cálidas comidas de cuchara, al amor de la mesa camilla.
Prácticamente, viví lejos de mi madre, desde los 12 años de vida. Primero el internado, luego, la carrera y más tarde, mis estudios post universitarios, mi trabajo en África y mi destino de funcionario a muchas horas de viaje.
Pero jamás rompí con ella, el cordón umbilical de los sentimientos.
Una mirada le bastaba para conocer mis pensamientos. Un abrazo, era suficiente, para empapar mi alma de alegría. Solo necesitaba una palabra para transmitirme un estado de ánimo.
Lejos, pero cerca. Ambos unidos por fuertes e invisibles lazos de amor, que me rendían feliz y me transmitían seguridad.
Ya casado y con un hijo, mi madre entregó prematuramente su vida por un maldito cáncer.
Sentí entonces, el mayor desgarro de mi vida y se anestesió en gran parte, mi capacidad de amar.
Terminé de curtirme en su ausencia. Conocí la felicidad y la amargura; recorrí caminos de tierra blanda y también de polvorientos pedregales.
Salté algunos muros y derribé otros. Sentí las dudas de cada encrucijada. Cuando me equivocaba, deshacía lo andado y sudoroso, emprendía el norte que buscaba.
Muchas veces, la recordaba y me preguntaba cómo habría enfocado un problema o si se sentiría orgullosa de mi camino.
Recuerdo con ternura, su deseo de transformarse en pulga, para esconderse en mi ropa y darme un picotazo, cada vez, que no siguiera la rectitud que me había enseñado.
Dicen que "Se aprende a ser hijo, cuando se es padre y a ser padre, cuando se es abuelo".
Soy ya abuelo y he aprendido a ser hijo y a ser padre y tengo más años de los que tuvo mi madre cuando falleció. He vivido menos años con ella, que sin ella.
Ahora, más que nunca, valoro la generosidad, la entrega, el amor y la dedicación, de mi madre.
Mis ojos se humedecen, al recordar aquella gran mujer, que me dio la vida y me transmitió sus valores.
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