Era todo un rito, que se repitió muchos días de cada verano, durante muchos años. Siempre la misma dependienta, siempre con la misma sonrisa y con un amplio escote, que aliviaba los calores de la canícula sevillana.
Nada más verme frente a la heladería, segregaba jugos gástricos, esperando el frío sabor en mis labios.
Veía cómo la vendedora, de pié sobre una alta tarima, se inclinaba sobre el expositor, para cargar con varios movimientos, el redondo dispensador de helados.
Siempre dirigía mis ojos, hacia su diestra mano, preparando mi inminente placer congelado, sin dar importancia alguna, al escote de la buena mujer, que tan generosamente mostraba..
El tiempo pasó deprisa. El niño pequeño, de pantalones cortos, bolsa de canicas y peonza en mano, evolucionó a adolescente y sufrió importantes cambios en su organismo.
Al inicio de un nuevo verano, mi madre me compró otra vez helados. Pero un día, no seguí con mis ojos la diestra mano de la heladera, sino su voluminosos pechos en su amplio escote.
Aquél día, sentí que el niño se había ido de mi y que empezaba una nueva etapa de mi vida.
Ya abuelo, los helados siguen siendo mi tentación y mi perdición de control de peso. A veces, cuando tengo un cucurucho en mi mano, recuerdo aquél despertar a la vida y a aquella mujer que tanta felicidad infantil me proporcionó.
Incluir la heladera en "Mi mundo entre mujeres", era un acto de ternura y justicia de un tiempo lejano.
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