Te conocí cuando nuestra guerra civil había terminado. España estaba rota y hastiada de sangre, hambre y sufrimiento.
Era un panorama negro, sin alegría de vivir y el horizonte no invitaba al amor. Pero este llegó nada más verte en aquél tren que nos llevaba a Salamanca.
Nos casamos con la ilusión de un futuro de esperanza, en el que de nuevo, crecerían las flores en un mundo de colores.
Nos fuimos a Sevilla y allí se cocieron dos hijos en el horno de tu vida. Ellos nos darían los sueños del camino y serían las preocupaciones de nuestro destino.
Les vimos crecer en la tierra de la alegría y cada cual, con sus propios sueños por vivir.
Miguel fue inquieto desde que despertó de su infancia. Siempre iba armado con canicas, una peonza y un tirachinas. Corría tras una pelota, jugaba a la lima, se subía a los árboles o perseguía las palomas del parque. Le entusiasmaban los animales y disfrutaba cazando ranas, cogiendo grillos o viendo los pájaros en la plaza de la Alfalfa.
Era muy travieso y nos llenaba de inquietud, pero también nos daba el cariño de un corazón noble que tardaría en sosegar.
No tuvimos mucho, pero nada nos faltó. Trabajamos sin descanso y los niños se hicieron adultos con demasiada rapidez.
Vinieron los primeros nietos y con ellos motivos de felicidad. Todo nos sonreía. Habíamos superado los años difíciles de la postguerra, sacado adelante los hijos y los hijos de estos, tendrían un mundo mejor.
Aún nos quedaba mucho que vivir y mucha alegría por delante. Pero el cáncer llamó a tu puerta y nos robó los sueños de futuro.
Te fuiste aún joven, sin conocer todos los nietos que el destino había escrito para nosotros y vivir sin ti no fue ya lo mismo.
No éramos proclives a las demostraciones de cariño. Nuestro amor era de alcoba de juventud y de hechos de vida. Lo nuestro era vivir el día entre afanes de familia, solidaridad de pareja y fidelidad de sentimientos en el silencio de una España austera.
He vivido sin ti 28 años. He estado rodeado por el cariño de nuestra familia e incluso he visto los biznietos que la muerte te negó. Muchas veces te he recordado en mis sueños y otras tantas he deseado reunirme contigo.
El cáncer ha mordido dos veces mi vida. Al primero le vencí, pero el segundo viene torcido y negro y sé que pronto me llevará contigo.
Mis restos descansarán para siempre junto a los tuyos, pero nuestras almas, volarán libres entre los algodones del cielo y el azul de la eternidad.
Nunca más volveremos a separarnos y podré decirte durante los siempres de los siempres, las bellas palabras de amor, que nuestros hijos en la tierra, nunca me oyeron decir.
Hasta pronto y para siempre,
Leandro.
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