Voy libre por el mundo, como un verso suelto, como la famosa canción del caballo viejo, que le dan sabana, para que viva la felicidad de sus últimos tiempos.
Bebo las aguas de los manantiales del mundo en el sentido metafórico del término, me impregno de sus aromas, disfruto de sus sabores y me embriago con sus colores.
Recibo los abrazos del mundo, a veces, sin entender sus idiomas, pero con el cariño y la alegría de quien pone por delante el corazón y una sonrisa.
No me afectan los credos, ni las distancias culturales, sino la curiosidad y el afán de conocer los mundos diferentes de mi mundo.
Rompo maletas, o mejor dicho, me las rompen, en los despiadados manejos de los aeropuertos, pero yo vuelvo intacto, o al menos, así ha sido hasta ahora.
Mis viajes requieren imaginación, para encontrar lugares de impacto emocional, alejado de los circuitos masivos de turismo, una industria enormemente contaminante, en un sentido amplio, pues también cuenta la contaminación ideológica y la mutación de costumbres ancestrales de pueblos tradicionales y auténticos.
También precisan de cierta audacia, que no acciones descerebradas sin medir el riesgo. Dicen que uno envejece cuando se queda en casa un día de frío y lluvia. Yo añadiría que uno envejece, cuando se acobarda ante los retos de vivir con intensidad el tiempo que nos ha concedido la Providencia.
Pero imaginación y audacia, no deben ser las únicas banderas de un viajero del mundo. Es preciso también un comportamiento ético, no aprovechándose de las necesidades de pueblos en desarrollo, lo que implica precios justos, respeto de los derechos y la dignidad humana y en definitiva, honestidad y bondad.
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