Estaba en un cuadro colgado de un
árbol del bosque. Su imagen era delicada, delgada y hermosa. Grácil y
descuidada su pose. Rezumaba femineidad y encanto.
Sus ojos se clavaban en la mirada desde cualquier ángulo provocando nobles
sentimientos. Parecía un sueño de colores que quisiera escapar del óleo y
cautivar el alma de quién osara adentrarse en la foresta.
Un joven leñador se sentó en la
hojarasca para mirarla. Tenía a su espalda la corteza de un árbol recio. Sentía al personaje
en los relieves de la vida. Cerró los ojos y respiró profundamente. El leve
roce de unos labios y unos finos dedos caracoleaban su cabellera negra. La
mujer había descendido del cuadro desposeída de sus ropajes y, entre susurros,
le asía de la mano. Él siguió sus pies desnudos por senderos retorcidos hasta
la verde orilla de un riachuelo. Se tendió a su lado, sobre el rocío de la
madrugada. Las mutuas caricias leían en braille sus cuerpos mientras la densa
niebla desdibujaba sus siluetas. Los suspiros se confundían con el ulular de
una lechuza y los tímidos cantos de los pájaros que despertaban. Culminado el
amor Burgalia se recogió en su cuadro. El joven amante siguió dormido sobre el
lecho de musgo.
Cuenta la leyenda que Burgalia había
nacido en las frías tierras del norte y vivía bajo la luz del Mediterráneo. Un
desconocido la había pintado en un óleo que colgó en el bosque con un conjuro
de amor: desde su cuadro disfrutaba la vida del bosque mientras esperaba que la
bruma le trajera el amor de cada noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario