Julio 1990. Nuestro hijo viajó a Dublín para practicar inglés.
Era su primera experiencia
internacional; la primera etapa del largo camino que el futuro tenía reservado
para él.
11 años de trabajo previo sobre nuestro primogénito; del pañal a sus
primeros pasos con cierta autonomía personal, en dirección a un país diferente, con otra escala de valores, a un
entorno desconocido con un idioma tan sólo intuido, a ejercitar sobre el
terreno, un "this is a table", a pinchar con el tenedor un menú extraño, sin
aceite de oliva, sin las ricas croquetas de su madre, sin el apoyo de los brazos paternos.
Estábamos
expectantes de sus noticias; no existía skype para oírle y verle. No era fácil
ni conveniente, atosigarle con una excesiva protección a distancia.
Debíamos respetar
su inmersión, dándole tiempo para adaptarse a un medio adverso, a desarrollar
su registro mental en otro idioma y a que se abriera camino, en su personal
conquista de territorio.
Por fin llegó el día y la hora marcada y llamamos a
Irlanda para conectar con el imberbe pionero onceañero. En aquél momento, estaba
jugando en la calle, pero enzarzado en una pelea con otro cervatillo irlandés.
Recordé la que tuve junto a mi primo a pedradas, 40 años antes, contra los chicos
de su pueblo.
Entonces, me llevé una herida en la cabeza, con derecho a sangre y
calvilla permanente.
Mi hijo repetía la historia, pero ante un rival extranjero, a la par que practicaba su idioma.
Preocupados a distancia, sólo nos quedaba
tachar los días pasados para recibir, abrazar, interrogar y valorar la evolución de nuestro pequeño, viajero - sangre de nuestra sangre -, a su retorno
del extranjero.
Cuando llegó al
aeropuerto, conjugamos todos los tiempos de muchos verbos diferentes y vimos
que nuestro pequeño sabandija, hiperactivo y vivaracho, había paseado con éxito
su morenez entre rubias testas irlandesas; que había progresado adecuadamente
en el idioma, pero sobre todo, que había
vuelto más autónomo, más seguro, más libre, más maduro, más y más y más.
Nos henchimos de satisfacción y alegría por la experiencia. Ya en casa, al
abrir su maleta, nos entregó como regalo, un abultado cuenco de cristal ahumado, para usarlo en el horno.
Nos conmovió el detalle y desde entonces, lo
conservamos y usamos con frecuencia.
Esta tarde, al usarlo de nuevo, experimenté
una especial ternura por aquél proyecto de adolescente, hoy hombre joven y
maduro.
Mientras que
por ese cuenco de cristal pasaban patatas, boniatos, manzanas, carnes,
pescados, mermeladas y tantos momentos de satisfacción culinaria, nuestro hijo
pasaba por el colegio y por la universidad española durante los meses de frío y
por Ohio, Michigan, Pensylvania, Alemania y Australia durante los meses
cálidos.
Luego ya ingeniero, pasó por la empresa privada hasta que dio otro
gran salto: el matrimonio, la Universidad de postgrado en Virginia, su trabajo
en un importante banco en Nueva York, su
paternidad y de nuevo a más y a más.
Desde entonces, su progreso ha sido fulgurante y se ha convertido en un profesional con proyección internacional.
¡Cuántas
satisfacciones culinarias y humanas!, nos ha dado aquella inquieta promesa con su
cuenco de cristal, hoy enorme realidad, con un brillante presente y un futuro sin
límites en el horizonte.
¡Cuanto cariño nos dispensa desde la lejanía! ¡Cuánta
constancia en su atención filial!
No hay mayor
alegría para unos padres que ver sus hijos sanos, felices, plenos de madurez,
superándonos en todos los aspectos posibles y proporcionándonos nietos, para
iluminar el ocaso de nuestras vidas.
¡Nuestro cuenco
es más que un trozo de cristal!
Es parte de nuestra historia; la confirmación de un proyecto de vida; el triunfo de una apuesta de futuro; el recorrido
de un largo camino de esfuerzo, tesón, tenacidad, hacia la cima del triunfo
personal.
Hace ya 25 años que abrazábamos nuestro hijo. Hoy le oímos desde los Alpes o desde más allá del Atlántico, que nos une y nos separa de él.
Pero no hay accidente geográfico, que nos separe de
nuestro hijo y su cuenco de cristal ahumado, de nuestro recuerdo, nuestro
cariño y nuestra admiración.
He escrito este artículo, en mi casa, mi torre de marfil, mi nido vacío, donde se oye el silencio de las voces perdidas, donde espero la llegada de una maleta o una mochila, con ropa sucia que lavar, con historias que contar, con abrazos que dar, haciendo de puerto seguro, de noray donde atraquen los hijos en el puerto del amor.
Partieron de la casa por ley de vida y por la globalización, mientras que, adaptando las "Sevillanas del adiós", cantaba en mi silencio de padre,
"Algo se muere en el alma, cuando un hijo se va".
Miguel ,no sé porque bse me saltan las lágrimas al leerte, será q6 estoy sensible y el cariño me emociona!!.
ResponderEliminarMuchos besos
Gracias Mari Cielo. Eso te pasa por ser una persona sensible y leer a quien escribe con el corazón. Un beso, amiga
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