Décadas atrás, había cruzado España hacia el norte, en busca
de un futuro, una ilusión y nuevos horizontes.
Encontré un
mundo de lluvia y viento, que me ofreció el verde de sus valles, el blanco de
sus cumbres y el azul espuma de sus olas.
Me abrí
paso entre la intimidad de sus gentes, recias por el agreste paisaje, abiertas
por la línea del mar y cerradas por el aislamiento de sus paisajes interiores.
Caminé por sendas estrechas y por caminos francos y a veces
me equivoqué en la orientación de las encrucijadas. Manché los zapatos del
polvo del camino, del agua del cielo y del barro nacido de ellos.
Pasé frío, en
la piel y en el alma. Amé, fui amado y fundé una familia.
Un impulso me trajo nuevamente al sur; a la querencia del
recuerdo; a los olores del jazmín, de la dama de noche, de los claveles y de
las rosas.
A la paleta de colores: fucsia de bouganvillea; azul de jacaranda; rojo y gualda de la
lantana.
A los sabores del adobo, del bienmesabe y del salmorejo.
A la soflama del sol del verano, que dicta el precio a pagar por el privilegio de vivir en Sevilla; al melancólico otoño, al entrañable invierno y a su exultante primavera.
A la ciudad fantasma donde familiares y amigos de la pasada vida, son sólo eso, pasado.
Me sentía de dos sitios y de ninguno. sin ser cántabro en el norte, ni andaluz en el sur.
Volvió el día y olí a
tostada de aceite. Recordé la blanca infancia y con el ánimo a medias, fotografié las fachadas del barrio donde crecí
y me hice hombre.
Pensé en los seres queridos que compartieron mi historia y ya no estaban, porque
cayeron en el combate de la vida, mientras pretendían clavar su bandera, en la
ansiada colina de la feliz senectud.
Pensé en mis hijos, que viven en otros escenarios y en mis nietos, que caminarán por otras sendas, esperando sus lluvias, errando sus caminos y corrigiendo sus rumbos en un mundo convulso.
. Y pensé que soy un
afortunado, pues herido y con cicatrices, en el cuerpo y en el alma, llevo aún
mi rota bandera, hacia mi propia colina.
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