domingo, 21 de junio de 2015

Mi vida en el desierto. 2ª parte

Mi casa en Nouadhibou, era extraña, pero hermosa. Carecía de ventanas al exterior, pero todas las habitaciones, daban a un patio interior, con un estanque cuadrado. El aislamiento se hacía con enormes paños correderos de cristal.

Se combinaba así la intimidad musulmana, con una vida interior abierta al cielo. Pensaba entonces, que los patios andaluces de nuestras casas, pudieran tener influencia árabe.

El estanque, de 25 cm de altura, estaba relleno de arena, y harina de pescado, sembrado de césped.

La aves migratorias, descendían desde el cielo hasta mi verde tesoro y las capturaba para su observación y posterior liberación.

Veía por ejemplo, gangas que probablemente, habían pernoctado en el lejano coto de Doñana.

Dos costillas de ballena, dispuestas como colmillos de elefante, jalonaban la entrada al gran salón. Algunas vértebras de su cola, servían de exóticos taburetes. La defensa de un pez sierra y un caparazón de tortuga, enriquecían aquella extraña decoración.

La enorme diferencia de temperatura del día a la noche, provocaba crujidos de maderas, a veces, similares al sonido de un disparo. No es extraño, que los primeros días de mi estancia, transcurrieran con cierto desasosiego. 

Por los crujidos, porque un guarda armado debía custodiar nuestras casas durante la noche y porque a veces, se desencadenaban impredecibles y violentas revueltas.

Apenas paraba en casa. No tenía familia, no había televisión, no existían ordenadores ni internet y ni siquiera tenía teléfono.

Me integré en la amplia colonia francesa de la ciudad. Hice amistad con un joven matrimonio francés, con quien conservo una gran amistad desde hace 42 años.

Vivía junto al mar, pero en pleno desierto del Sahara. Cuando me apetecía ver el verde, miraba las algas de la orilla, en marea baja.

Mis aficiones eran una buena conversación, un baño en la playa, una partida de ajedrez y la recuperación de objetos náuticos, de viejos barcos abandonados en el cementerio cercano.

Ruedas de timón, hélices, campanas de barco, ojos de buey, bitácoras, reloj de barco, todo un elenco de inolvidables recuerdos de un ya lejano pasado. 

A veces, hacíamos expediciones, para recorrer el desierto, cazar gacelas vivas, visitar saharauis en un campamento o acudir al club social francés de Cansado.

Estaba muy interesado en tener un feneco o zorro del desierto. Pedí por señas a un mauritano, que me consiguiera uno. Dibujé en la arena su cabeza con grandes orejas y éste, extrañado, se presentó con una caja conteniendo una víbora cornuda.

Pasado el susto, le expliqué nuevamente lo que deseaba. Semanas más tarde, me consiguió un cachorro al que bauticé Rommel.

Una noche, me desperté con un agudo dolor. Creí que me había mordido alguna serpiente, pero se trataba de mi mascota, que se había metido en el fondo de mi cama y jugaba con los dedos de mis pies.

Descubrí una inmensa gruta que se quedaba seca en bajamar. Estaba llena de percebes, que fui devorando a lo largo de casi dos años.

Iba a coger cangrejos violinistas. Sus pinzas, son muy apreciadas en Andalucía, bajo el nombre de "bocas de la isla". Los había por millares; cuando pegaba la oreja al suelo, se oía un murmullo similar al galope de una lejana manada de caballos.

Tras varias semanas de actuación, se veía correr a cientos de cangrejos, hacia su agujero en el fango, sin la preciada pinza.

Grandes bandadas de aves acuáticas, poblaban las inmensas playas. En sus charcas, había numerosos huevos y alevines de tiburones, por lo que adentrarse en el agua, era un peligro letal.

Grupos de chacales, merodeaban por doquier en búsqueda de comida. Un bañista solitario, podía ser un apetitoso bocado para ellos.

Al verles, la prudencia recomendaba meterse en el mar, pero no lo suficiente para no exponerse a los tiburones. 

Aquello habría de ser un buen entrenamiento, para huir de los extremismos políticos, en un futuro español no muy lejano.

(Continuará)
































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