lunes, 9 de julio de 2018

Vida lenta

Esta mañana, me levanté con el sonido de los pájaros y me senté en el jardín de casa. 

Desayuné un jugo de vaca, con arándanos, mango, ciruelas pasas, chía, pipas de calabaza, plátano, grosellas, moras, frambuesas y una manzana rallada.

Satisfecha una necesidad básica, podé mis plantas de tomate, que son casi, mis vegetales de compañía.

La iglesia del pueblo, dio las 10 campanadas y me dispuse a realizar el paseo del goloso; no para comer, sino para recolectar los frutos y las bayas que me regala la Naturaleza.

Muchas frambuesas, se habían enmohecido, por la inconstancia y la desidia de quien escribe el artículo, pero aún así, llené un cuenco de futuro placer.

Llegué entonces, a mis groselleros. Sus frutos estaban a salvo de los pájaros, porque estaban protegidos por una red que otrora sirviera para pescar las escamas del mar.

Levanté la red, como el novio levanta el velo de la recién desposada para libar la miel de sus labios de amor.

Recogí hermosos racimos de rojo carmín. Los destino a mis sabores de invierno, para disfrutar los desayunos de los fríos amaneceres con cielo gris de panza de burra.

La desazón se apoderó de mi. La impaciencia y la inconstancia, volvían a jugarme una mala pasada. Si la pesca me enerva, porque se me enganchan los aparejos, los frutos pequeños, me desesperan, en su recolección.

El gato del vecino, intentaba subirse a uno de mis árboles; los gorriones, parecían disgustarse, pues alguna vez, me habían robado la codiciada cosecha de colores y un mirlo se fue por las frambuesas sin protección.

Las idílicas mariposas, volaban sus colores entre mis árboles frutales y amenazaban con futuras larvas que diezmaran mi cosecha.

No siempre he tenido suerte; la indolencia, la inexperiencia, las plagas de moscas, los estorninos, el granizo y otros imponderables, se cobran los impuestos de la vida.

Pasaron los tiempos de plantar lechugas, puerros, cebollas y pimientos. Tampoco tengo ya gallinas, cuyos huevos eran la delicia de mis cuñadas, la única plaga amada por mi. 

Tampoco son tiempos de peces en mi estanque, pues una garza se los comió. Ni qué decir de las ranas y los sapos. Antes, dormía con la ventana abierta y oía sus cantos. Las larvas de libélula y los erizos que traje al jardín, para controlar los caracoles y las babosas, se han comido los renacuajos y las formas adultas. para mayor desespero, los caracoles se pasean por los cristales de las ventanas, como si desearan reírse de mi desgracia.

Ya en casa, oigo un CD con maravillosos sonidos del bosque y me afano en quitar las incansable arañas, que de todo tipo y tamaño, tejen cada día las telas que debo eliminar.

Es una lucha constante que doy por perdida, pero aquí estoy, en "modo vida lenta", bebiendo cada segundo de mi tiempo, mientras llega la hora de abrir el buzón. Un acto peligroso, pues debo sacar de él, multas de tráfico, facturas y requerimientos de hacienda, evitando a su vez, las avispas que anidan en su interior.




martes, 3 de julio de 2018

Mi pícaro sombrero

Cuando los franceses dicen de alguien que "trabaja el sombrero" quieren decir que está loco. Yo no trabajo el sombrero en el estricto sentido de los franceses, pero mis sombreros y yo, tenemos una gran complicidad y nos rendimos mutuos servicios.

Mi despoblada cabellera, me indujo hace tiempo a cubrir mi cabeza. Si en primavera he de resguardarme de la lluvia, en verano he de hacerlo del sol, en otoño del viento y en invierno debo protegerme del frío.

En mis años de vida en el desierto, llegué a usar el práctico turbante, para no inspirar la fina arena suspendida en el aire, pero de joven, lo habitual era llevar la cabellera al viento o usar una gorra.

Los años senectos, de plateadas sienes y tupé ausente, son tiempos de sombrero. Los tengo de diversos materiales, colores y diseño, quizás, para conferir a mi rostro, una variable expresión, puesto que mi tendencia monótona de vida, es la de ojos curiosos y sonrisa persistente.

Mi primer sombrero y más querido, es uno mal llamado de Panamá, pues en realidad, los auténticos sombreros de toquilla, diseño Gamboa, son de Ecuador. Es de ala ancha y tiene una cinta negra. Es precioso y cuando me paseo con él, me protege del buen sol en sus horas de mayor  trabajo.

Me protege, me confiere un cierto aire de señorío y que no se enteren los franceses, es mi secreto cómplice.

Es como si mis neuronas se comunicaran con sus fibras a través de los cabellos que aún sobreviven en mi testa.

Parece divertirse, cuando me lo pongo con cierta vanidad, me lo quito en lugares cubiertos o moldeo ligeramente su ala delantera, a lo Humphrey Bogart, pero en pobre y sin el cinematográfico glamour de Casablanca.

Sonríe, cuando ladeo discretamente la cabeza al paso de una preciosa mujer y se carcajea abiertamente, cuando al callejear para ver el mundo, pienso alguna de mis abundantes picardías.

Tan cerca está el sombrero de mis sentimientos, que a veces desearía experimentar mis sensaciones por sí mismo.

A veces, me pregunta qué se siente al recibir el cálido beso de una mujer y me recrimina que me quite el sombrero cuando voy a rozar sus labios.

El pasado mes de enero, lo paseé por el mágico Egipto. Disfrutó en el Valle de los Reyes, se conmovió ante las impresionantes pirámides, se inquietó por la cercanía de un cocodrilo y se emocionó durante el crucero por el Nilo.

Estaba subyugado en el barrio Al Kalhili, en El Cairo. Sentía curiosidad por los típicos turbantes de los cairotas y los velos de sus mujeres. No tenían alas como él y se preguntaba por su forma de ser útil.

Estábamos en un restaurante. Una mujer con burka, comía con dificultad acercando a la boca una cuchara bajo su limitante velo.

Mi sombrero de Panamá, reposaba sonriente sobre el asiento corrido donde me encontraba sentado.

Muy cerca de él, se encontraba el trasero de una de mis compañeras de viaje. Mi sombrero estaba curioso y emocionado, ajeno a la tragedia que se le venía encima.

En un aciago movimiento, mi amiga se sentó descargando sobre mi Gamboa toda su humanidad.

El pobre, quedó literalmente planchado y notoriamente perjudicado; tanto, que la autora del inesperado planchado lo dio por desahuciado y me ofreció un nuevo sombrero.

No podía aceptarlo. Mi sombrero era parte de mi personalidad, cómplice de mis ideas y tenía mi sudor de muchos caminos.

Lo tomé cariñosamente entre mis manos, lo recompuse como pude, le restablecí su dignidad y me lo puse nuevamente en la cabeza. Agradeció mi comportamiento, aún aturdido como estaba.

Desde aquel día, el Panamá me avisa cuando otea desde su altura una preciosa mujer, aunque lo hace preocupado por mi integridad personal, por considerarlas muy peligrosas y tal vez, no le falte razón.