sábado, 31 de enero de 2015

Crónicas marruecas. Undécima parte

El sol se marchó sin avisarme. La obscuridad llegó sin que pudiera sacar de Erfoud más siluetas, sonrisas, arrugas y colores. Hacer fotos con flash era imprudente. Aprovechar las tímidas luces grises, no permitía obtener perfiles definidos, de personas en movimiento. Esperé el sueño y ensabané la noche.

Me levanté muy temprano, desperté al sol y esperé que iluminara las primeras caras del día. La cosecha de fotos fue corta, pues iniciamos el viaje a Midelt. Abandonaba el sur conservador del desierto, hacia el norte montañoso, paraíso de minerales, pero menos exuberante en ropajes.

Tenía capricho de un Karbousch, el gorro de fieltro rojo tradicional, cada vez más escaso. Tuve suerte de encontrarlo y lo compré como recuerdo. También encontré  un taghia, el típico tocado de crochet, que aún llevan algunos. Me ofrecieron un hermoso azkou, pero no lo quise.

Vi un espejismo, pero resultó ser un lago real. Seguimos la carretera, desierta y desértica, siempre al norte, siempre hacia arriba. El sol tal vez enfadado conmigo, trabajaba con ganas y tostaba mi cara.

En las cuitas del viaje, mi amiga yoruba, comento, que la negra piel africana, es más clara en invierno y más negra en verano. Es lógico, aunque en ello no  pensemos los caucásicos. Recordé que algunas tribus, encierran a las muchachas en chozas obscuras, para que ausentes del sol durante un ciclo de luna, la piel les torne más clara, para la ceremonia de  iniciación.

La vieja furgoneta, luchaba con éxito, contra las pronunciadas cuestas del camino. La abandonaré en Midelt y le vendrá bien liberarse de mi carga, pues ya va bien servida. Cuando mañana descienda el Col du Zad, de 2107 metros de altitud en su vertiente más peligrosa, sus frenos y su viejo motor, deberán dar lo mejor de sí mismos.

Paramos en el camino. A mi amigo le saludó con cuatro besos un conocido de la zona. Temía apearme de la furgoneta y recibir mi “ración de saludo y afecto”. Pero pronunció el conjuro mágico: “ té a la menta” y baje rápidamente. No era a la menta, sino a la absenta, que calienta más en invierno, pero su sabor no era tan gratificante para mi.

Me invitó a ver su hotel y pude sacar bellas fotos dentro y fuera del edificio. Un patio interior con naranjos y palmeras,  daba encanto al lugar. El calor exterior, en pleno invierno, se me antojo terrible en verano.

El paisaje, nos mostró luego una población con aguas termales y tras pasar un puente sobre un seco cauce torrencial, volvimos al pedregoso desierto.

Súbitamente, la nieve asomo en el horizonte, recordando que es invierno y hay una gran cadena montañosa. Ver unas parcas chumberas cercanas y nieve en la lejanía, fue  un contraste hermoso.

Unas escasas coníferas, rompieron el paisaje. La nieve, que vestía la montaña con velo de novia, nos hizo un gélido saludo. Recordé entonces mis años mauritanos, con grandes diferencias térmicas de sol a luna; de azul a negro; de día a noche.

Y oí que allá donde viví, es ley que la palabra de un musulmán, valga por la de tres infieles y que en su medio, ellos tienen la luz y nosotros las tinieblas.

En el pensar del largo camino, no alcanzamos a comprender la posición de la luna creciente. Si en Sidi Ifni, la luna era una fina curva con su concavidad y sus puntas hacia arriba, dos días más tarde, en Agdz, era un gajo en plata, con la curva a la derecha y la recta mirando a su izquierda.

El sol casi consigue quitarle a la montaña su frío velo de novia. Las piedras se acompañan de bajos y espinosos arbustos, que a las cercanas colinas, parecen conferirle aspecto de rizoso y negro peinado africano.

Estamos a 33 Km de Midelt. La carretera hace penar la furgoneta, que mete riñones y pelea la larga y continúa subida. Pasada la nieve, emprendemos el peligroso descenso, temerosos del comportamiento de la furgoneta, a carga forzada. Los viejos y silvestres arganes adoptan fantasmagóricas formas de bonsais al viento. Los profundos barrancos y los rotos quitamiedos de obra, no lo quitan; lo dan.

Tras el éxito del descenso, nos espera Midelt acostada en su alta meseta. Esta noche, reemprenderé sólo mi marcha hacia Fez en un transporte público y también pasare el Col du Zad. Los abundantes monos que lo enseñorean, estarán dormidos.

Recibo en la cara una bofetada de frío. Pasamos una nueva barrera de nieve. Vemos el Jbel Ayachi, de 3737 metros de altura. Luce nieve y aún se ríe del sol. Extraña pasar por un secarral, cuando la nieve es agua cercana.

Al ver los profundos barrancos de la zona, pienso en nuestros soldados en tierras de Afganistán, aún más agrestes, salvajes y peligrosas.

Ya en Midelt, vImos espléndidos y hermosos minerales. Escogida y cargada la última mercancía del viaje, cenamos y separamos nuestros caminos.

El autocar que me trajo a Fez, rodó la noche llovida y nuevamente, vi picos de chilabas asomando por los asientos. A mi llegada a casa, habré recorrido más de 4000 Km por ruta y volado dos Mediterráneos; todo un camino.

Tengo la tarjeta de embarque y en breve, iré al aire en busca de mi tierra, mi rincón y mis amores. Añadiré entonces a cada crónica escrita, las fotografías de cada día.

A no tardar, cambiaré los desiertos, los mares  y las montañas marruecas, por una isla africana, de selva densa, volcanes activos, altas y numerosas cascadas y una maravillosa costa, pero infestada de tiburones.

Si quieres lector, compartir mis nuevas crónicas, reúnete conmigo en mi blog, en la isla de... La Reunión.
























miércoles, 28 de enero de 2015

Crónicas marruecas. Décima parte

No era día de carretera, sino de calles. Cogí mi cámara y salí a la caza de imágenes. Anduve vagando por la ciudad en busca de personajes y escenas de vida interesantes, pero me sentía cohibido, por temor a molestar a los viandantes.

Me senté entonces en la terraza de una cafetería. Pegue la cámara a mi pecho, gobernando discretamente los mandos y fotografíe cuanto de interés pasaba por la calle. Miraba premeditadamente distraído, previendo trayectos, distancias, sombras... y hacia el clik que captaba las formas y los colores de un mundo cotidiano, mágico, rico en colorido y costumbrismo.

Sabía que Erfoud era el paraíso de los fósiles, pero descubrí otro paraíso, el fotográfico, más importante para mi, que valoro mucho más las personas que los objetos. Cuando veía los posibles modelos, me fijaba en sus ropajes, sus formas de moverse, las arrugas y las expresiones de su cara e intentaba capturar aquella riqueza visual.

Si los personajes supieran el respeto y el cariño con que les fotografio, probablemente, posarían encantados ante mi cámara. Pero no es lo habítual y debo actuar con rapidez y escasos medios, para captar un fugaz y robado momento de vida.

Tuve problemas técnicos de luminosidad, enfoques, cruces de vehículos en marcha, aparcamientos inoportunos, cambios imprevistos de la trayectoria del modelo y perdí muchas ocasiones hermosas. El resultado fue dispar, pero el ordenador me permitirá salvar parte del material, que será un testimonio de la vida marrueca. Serán siluetas respetuosas con la mentalidad de las gentes. Aparecerán como si surgieran de nieblas en color y parecerán pinturas expresionistas. Sueño con sentarme en casa frente al ordenador, para trabajar las imágenes, con pasión, amor y creatividad.

El mundo evoluciona y se pierden las imágenes y los sonidos tradicionales de un país. Ya ha pasado en otros lugares. El progreso y la modernidad, uniformizan y despersonalizan las ciudades y sus ciudadanos. Los mismos bloques de apartamentos, los mismos semáforos, las mismas vestimentas, la homogénea cocina internacional y tantas cosas más,  hacen un mundo homogéneo y aburrido en detrimento de la identidad de un país. En el mío, se han perdido pasadas señas de identidad. Conscientes de ello, se han creado archivos graficos y sonoros, que recogen para la posteridad, las imágenes y los sonidos cotidianos de la vida.

La riqueza costumbrista de Maruecos es enorme; mucho mayor que en otros países y debería ser también, captada y guardada para la historia.