viernes, 9 de enero de 2015

Ilusiones al viento


El silencio pesaba como el plomo. No había más ruidos que los indispensables; no había música en el aire; no había vestigios de niños, con sus llantos y risas; no cantábamos a la vida; no silbábamos una canción, ni tatareábamos una ilusión. Tan sólo respirábamos el aire necesario; bebíamos los líquidos precisos y mirábamos casi impasibles el paisaje de la vida, sin vivirla, con la inercia que el pasado nos lleva lentamente hacia delante, pero agotando rápidamente el futuro, al ritmo del imparable tic tac.
Pero de pronto llegó la vida, con sus maletas, sus bultos, su ropa sucia, sus ruidos y su trajinar. Un hijo, había venido a casa, trayendo con él sus 22 años y ofreciendo la proyección de sus metas inmediatas y las de corto plazo en parte, pues las otras, las de más allá de un año, están muy lejos en su meta.
Aún semidormido tras reparar en parte el sueño atrasado de un largo viaje; aún cansado tras recorrer 1000 km en un día, para soltar sabiduría, experiencias y abrir ventanas a jóvenes profesionales que reclaman un sitio en la historia del futuro, me vi arrastrado por mi hijo a su momento presente.
Casi sin apercibirme de ello, me vi en los alrededores de casa, con zapatillas y el viejo chándal que acaricia mi piel en invierno aunque estemos en otoño. Y me vi sosteniendo una inmensa cometa, lanzándola al aire; a la libertad de la vida; a la imprevisibilidad de los vientos y a la variable potencia de la Naturaleza. Y una inmensa superficie de amarilla vela con trazos negros, se alzó imponente en el horizonte en busca de vientos cambiantes, para mecerse al son de los caprichos y al son de la vida.
Dos caballos que habían dejado de pastar y miraban curiosos nuestros afanes de vuelo, resoplaron primero y huyeron despavoridos después, cuando una gigante avispa pasó cerca de sus belfos, que hollaban los aromas del viento intentando saber lo que estaba pasando.
La avispa dibujaba cabriolas en el aire, se encabritaba como un caballo salvaje, se dejaba caer y remontaba alegre y potente, cuando Eolo soplaba nuevamente su amarilla superficie. Era un canto a la vida; un baile sin partitura; un capricho fugaz, imprevisto, alegre y divertido.
A veces, la potencia del viento insuflaba tanto el velamen, que mi hijo era arrastrado a grandes saltos, mientras volaba como una marioneta de la madre Naturaleza. Y pensé que la emoción de este vuelo en tierra, podría incitar a otros vuelos de parapente, yendo la aventura a mayores y los peligros también. Pero no quise ir por ese camino de miedo, refugiándome en el recuerdo de mi niñez.
Eran los 60 del pasado siglo; pelotas de trapo; canicas de barro primero, de china después; cariocas caseras que se enredaban en los cables y en las ramas de los árboles; tirachinas casero; cerbatanas gamberras; tablas con ruedas de cojinetes y como no, pequeñas cometas de papel con armazón de cañas y una cola de “guita” adornada con pajaritas de papel. Cometas que casi nunca volaban, se enredaban en sus propios hilos, se rasgaban al viento y cuando triunfaban tras largas y agotadoras carreras, rompían sus leves cadenas de hilo y tras rotas piruetas, caían muertas para siempre, estrellando mis ilusiones de niño.  
Medio siglo después, miraba los vuelos de antaño, pero con los brazos, con los músculos, con la fuerza, con la ilusión de mi hijo menor, quien con los nuevos materiales, lanzaba sus ilusiones al viento, y con ellas las mías que reposaban en mi niño dormido. Y el viento racheaba sobre mis convexos abdominales, ombligo al aire, marcando tableta de chocolate, como mi hijo, con la diferencia de ser la mía de reblandecido cacao fundido luciendo los colesteroles masticados por los años de la vida.
Y recogimos la cometa. Y volvieron los caballos. Y volvimos a casa. Y mis pulmones sentían el oxígeno. Y mis ilusiones volvieron sabe Dios por cuanto tiempo. Y quise oír música, de la que me ponían en el internado los días festivos encendiendo mi alma juvenil. Y mi cuerpo estremecido por los vientos de otoño se reconfortó con el calor de la primera chimenea del año. Y mi alma se alegró, porque nuevamente sentía, disfrutaba los olores, los sabores, los tactos y los colores de la vida.
Y mientras doy rienda suelta a mis sentimientos; mientras disfruto el momento, me acuerdo de lo que aprendí de un tuareg en el desierto del Sahara. El agua es un bien preciado y escaso que marca la diferencia entre la vida y la muerte; hay que saber administrarla; hay que beberla a pequeños sorbos, para no perderla por el sudor de la piel; hay que dilatarla en el tiempo, porque nunca se sabe cuando se encontrará otra fuente de vida en forma de agua.
Y pienso que este hálito de ilusiones que ha traído mi hijo, es agua de vida, que me apetece beber insaciablemente, pero que mejor debiera hacerlo sorbo a sorbo, para dilatarla en el tiempo.

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