sábado, 10 de enero de 2015

La ruta del maple


Me encontraba en medio de la nada, entre Sherbrooke y Lac Mégantic. No iba en autobús, sino en una furgoneta de pasajeros de diez plazas, conducida por un simpático y bromista vejete. La carretera estaba helada y orlada por la nieve. Un señal amarilla, señalaba el posible paso de alces. Lac Mégantic había quedado devastada el pasado mes de julio por un gravísimo accidente ferroviario. 76 vagones cargados de gasolina, descarriaron y se incendiaron en una de sus plazas, causando 46 muertos. Los bomberos tardaron varios días en apagar el fuego y todo Canadá se conmovió por la tragedia.
Pero Mégantic ciudad, no era mi destino, sino mi penúltima escala del día. Allí me recogería una familia, que vive junto a un parque natural, explotado un gran bosque de 15,000 arces de azúcar, para fabricar el maple. Allí me esperaba un territorio salvaje y nevado, de lobos, coyotes, osos, alces y ciervos, principalmente. Este 2013, he pasado desde la selva del Golfo de Guinea, a las frías tierras del gran norte americano, con una brutal diferencia de vida, pero los fuertes contrastes del mundo, son la sal y pimienta; la adrenalina que tensiona el organismo; la emoción por vivir el mundo en directo, mientras la sangre fluye compulsivamente por las venas.
En el largo camino de hielo, vino a mi memoria la serie norteamericana, Doctor en Alaska y no pude menos, que hacer un parangón con el frío ambiente que me esperaba entre rudos campesinos de la auténtica Canadá, en los albores del invierno total.
Es una aventura, cuyo final aún no está escrito; es una ruleta de la suerte, que me asegura fuertes emociones, sin saber lo que realmente me espera; es un camino al vacío helado, que me aleja del confortable sofá televisivo, donde se adocenan las mentes, se debilitan los organismos y se muere lentamente a plazos.
Agotado y tenso tras los últimos 20 Km a más de 100 Km/hora por heladas sendas del territorio norte, abrí la puerta del automóvil. En el limpio y negro cielo, brillaban millones de estrellas e hice un parangón, entre las noches del desierto del Sahara y estas de hielo. Ambas, con atmósferas claras, exentas de tormentas de arena o de nieve, ofrecen el firmamento como en ningún otro lado.
A la entrada de la casa, me esperaba la dueña de la casa. Largas, estrechas y canosas trenzas, colgaban de sus sienes. Me enseñó mi habitación, con una tabla en el suelo como somier. Tres ristras de ajos y dos cañas de pesca, colgaban del techo. Un piano con algunos marfiles perdidos y una amplia y cargada librería, completaban el ambiente. Junto al dormitorio, mi baño me pareció decadente.
Sin deshacer las maletas, me puse a pelar manzanas, para ayudar en el postre que preparaba la señora. Era caucásica y norteamericana de Ohio, pero afincada en este paraje hace ya 40 años. Su marido, voló a Bromont hace ya unos años, en un si te-he-visto-no-me-acuerdo. Cinco hijos, dos de ellos varones, quedaron de aquél matrimonio forjado con el azúcar de arce.
Anoche, cuando me senté a la mesa, temí sentirme prisionero de la nieve y tuve deseos de huir.
Julia, la señora de la casa, cascaba los huevos de su granja, para hacer una especie de pizza de tortilla, que como no, se debía aderezar con maple. Mientras, me comentaba que eran casi autosuficientes y que bebían la leche cruda de sus vacas y de sus cabras.
Al amanecer, fui con la única hija que estaba en la casa, para ayudarle en la granja. Era el arca de Noé. Tres vacas Jersey,  Rivendell, Bamboo y Nesse, cuatro terneros, varias cabras, numerosas gallinas y un celoso pavo que se hinchaba ante mí para demostrar su poderío, hacían una bucólica y bella estampa.
La ayudé a ordeñar, recogí los huevos, di a beber leche a los terneros, no sin antes, cobrarse las gallinas, su trofeo por mi descuido, bebiendo en parte la leche preparada.
De nuevo en casa, herví un bol de leche recién ordeñada e hice a la plancha dos de los huevos recién recolectados. Mi experiencia con Ana, había sido positiva; el paisaje era enorme; las posibilidades literarias, etnográficas y fotográficas, eran inmensas. Acepté el desafío de quedarme diez días acá, lo que será irreversible mañana domingo, cuando la furgoneta de pasajeros que sale de Lac Mégantic, una vez a la semana, parta para no volver en siete días.
Ana me mostró la cueva; era el sótano de la casa y estaba lleno de quesos, mermeladas, comidas embotadas, patatas, tupinambos y muchas hierbas y producciones locales, cuya existencia no siempre conocía. No me gusta cocinar decía y además, no tengo tiempo. Si viene alguna de mis hermanas algún día, nos hará algo caliente. De otro modo, coge lo que quieras y cocínate lo que desees.
Tras un buen trozo de queso, con más de dos meses de maduración, salimos a los campos de arce. Me explicó las diferencias de cada árbol, me enseñó las nevadas ramas de frutos silvestres que recogían en el verano y poco a poco, tras casi tres km, llegamos a la cabaña donde reciben tras bombeo, la savia de los arces de azúcar. Abrahám otro hermano mayor, dormía allá en una especie Robinsón Crusoe de las nieves, que me recordó los viejos tiempos de los tramperos del oeste.
Tiraba de los tubos recolectores de la savia de arce; los conectaba entre sí ya al final de la tubería principal de la explotación y los disponía, para que fluyera por ellos la materia prima del maple allá en la primavera. Pensaba, que mis heladas manos, a pesar de estar protegidas por dobles guantes, habían contribuido a que miles de canadienses y americanos, disfrutaran su dulce yantar, ya sea en adineradas o humildes casas de este continente. No en vano, por la tubería que arreglaba, fluirían en el 2014, 300.000 litros de savia procedentes de 15.000 arces, para hacer 15.000 litros de maple con más de 60% de riqueza en azúcar.
La vuelta fue a las 4 de la tarde, pero en noche casi cerrada. Como me resbalaba en las cuestas con la nieve endurecida, me puse  las raquetas y anduve como el pato Donald hasta la casa.
Este relato, comenzó en la tarde del 29 de noviembre y ha terminado en su primera fase, hoy sábado 30. La dueña de la casas está en New Hampshire, haciendo escalada en hielo; Ana está ordeñando nuevamente las vacas; el hijo menor, prepara una sopa para los tres de la casa y que sea lo que Dios quiera. Desconozco, si hoy también encenderán las velas del candelabro posado en la mesa; un apartador, tiene la estrella de David y unas palabras en hebreo, escritas en un sobre reciclado, fueron recitadas antes de cenar en el momento de mayor confusión personal.
Llegará un día, que vuelva al sofá de casa y valore aún más el cálido hogar de la querencia.











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