miércoles, 7 de enero de 2015

Nostalgia africana

He dormido profunda y plácidamente en mi cama de Francia, en la habitación de siempre, con sus contraventanas, sus vigas de madera, su chimenea y su paz. Llegué agotado de España y he descansado junto a mis amigos del alma, en el Gers, cerca de la ciudad de Auch. Tras un desayuno diferente, tecleo mis ideas con un té ruso en mis manos, frente a una chimenea de unos 9 metros cuadrados, bajo unas impresionantes vigas y entre muebles antiguos con sabor auténtico a vida de la campaña. Las rústicas paredes, muestran numerosos cuadros de Claude Charrois, un conocido pintor y allegado familiar. Fuera, el femenino paisaje de lomas suaves de tierra arcillosa, descansa del trabajo tras alimentar trigo y girasoles, meciendo en sus hondonadas frías las nieblas de invierno. Aún no he salido a pasear por las curvas del lago; aún no he visto la cercana plantación de Kiwis; aún no he visto ciervos en el paisaje, ni quebrado el horizonte, con el vaho de mi jadeo durante la rápida marcha del amanecer.
En estas fechas, se cumplen 40 años de la amistad que disfruto con los dueños de la casa. Son mis amigos de más de media vida; son los recuerdos vivos de mi inicio de África; son la expresión de los nobles sentimientos compartidos, de solidaridad en tierras salvajes y extrañas; son la prueba de que el tiempo, la distancia y el idioma no son forzosamente el fin de una magnífica experiencia humana. 
La casa es una amalgama de culturas, donde Rusia, Francia y África, están presentes. Serge, es descendiente de un inglés y de una rusa y ésta a su vez,  hija de Gridasof, un ruso blanco y cosaco de la Guardia del Zar. Pero mi amigo es un francés de nacimiento y de corazón, que atesora los recuerdos de sus antepasados rusos, pero que ha entregado su vida al mundo, desde la Antártida a la Guayana o Arabia Saudí, pero sobre todo, a ÁFRICA, continente que escribo en mayúsculas, para resaltar la verdadera pasión y dimensión de su vida.  Un paseo por las estancias de la rústica casa agrícola que me acoge, muestra talladas puertas de granero de la tribu Dogón; teteras mauritanas y saudíes; púas de puerco espín; caracolas mauritanas; un estrellado tronco de árbol de la Guayana llamado catedral; una piel de gacela; una balalaika de sus antepasados rusos y tantas otras cosas que se escriben indelebles en sus recuerdos, como las cicatrices que señalan en su piel, los percances de las recorridas sendas no exentas de peligros, ya sea en el frío antártico, el tórrido desierto del Sahara o en la lluviosa selva sudamericana.
Marie Claude, su mujer, es para mí una verdadera hermana; no de sangre, pero sí de sentimientos. Ella fue mi compañera de trabajo,  mi confidente y consejera, mi apoyo en la soledad del desierto, la que me ofreció el calor de familia, para superar, a mis 25 años, mi bautismo de fuego en el desierto de Mauritania lejos de mis padres, ayuno de compañía, con comunicaciones a la vieja usanza; es decir, sin teléfono y sin internet, tan sólo a golpes de carta, cuando el viento descansaba y la tormenta del desierto, cesando en su empeño, permitía el aterrizaje del pequeño y frágil avión, pero gigante en alegrías de cartas retenidas.
Soy un viejo amigo viejo; un español de corazón tan grande como mis propios defectos. Soy un toque de territorio, de cultura y valores, diferente a lo que predomina en esta casa; pero soy el amigo, que anualmente, trae a esta tierra y  a este hogar, la amistad, los recuerdos del lejano pasado y los sabores españoles en forma de jamón, turrón, grandes naranjas, tortas de aceite y los pequeños regalos que la naturaleza nos ofrece, a los que sabemos valorar la vida en los pequeños y grandes detalles que nos ayudan a la perseguida felicidad.
Tres viejos amigos, ajenos a ideologías dispares y a banderas que  separan, unidos por el puro sentimiento de amistad. Unos días por año, compartimos especialmente su forma de vida lenta, sin prisas enervantes, en una especie de ambiente retro con toques de modernidad, en una especie de arca de Noé, rodeados de dos espléndidos gatos y un gigantesco leonberger, al que no temo por sus potentes mandíbulas, sino por sus manifestaciones de cariño, con babeantes lengüetazos en la cara.
Hemos compartido comida con un matrimonio francés. La fonética del lenguaje me jugó una divertida broma, cuando explicaba que Barcelona les ofrecía un interesante “quartier gothique” (barrio gótico) y entendieron un “quartier erotique” (barrio erótico).    
Lamento la negativa de Serge de recorrer con él la ruta transafricana desde Marruecos a Sudáfrica, pues aduce que es una locura, por el riesgo de ser secuestrado. Muere por tanto aquí, la soñada locura del canto del cisne; de la gran machada; de la tentación a la desgracia; pero nace el proyecto de hacer nuevamente el África, llegada la jubilación, recuperada la libertad y la prudencia: hacer pequeñas misiones internacionales; mostrar al pequeño de los hijos la aventura que fue y sentir en breves retazos, los colores, olores y sonidos de un continente que ya no es lo que fue, ni será lo que es.
Envejecemos, aunque nos neguemos a ello;  aprovechamos las últimas flores de la vida y hemos de  transferir a los jóvenes las experiencias conocidas. Es así, que debemos advertir de los riesgos ciertos de países ajenos al ámbito nuestra civilizada vida europea. Mauritania, Senegal, Nigeria, etc., y la mayoría de los países africanos no son un oasis de seguridad.
Nos queda la nostalgia africana.









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