martes, 28 de junio de 2022

Soñar la vida

Oteo el Mediterráneo desde mi balcón. Cada amanecer, observo la levantá del sol y cada anochecer, le veo perderse, mientras lleva su luz hacia el oeste.
Siempre observo su estado de ánimo. Sus quietas aguas, verdes, azules, turquesas o casi negras; sus excitadas olas, hijas de la luna y los vientos, adornadas de espuma blanca, besando tierra firme,...
Siempre el mismo mar, pero diferente, imprevisible, hermoso, apacible, traicionero, pero nunca indiferente.
Lo miro y admiro, desde tierra firme, donde el verde y el ocre besan sus aguas, emulando un albertiano "marinero en tierra"
Disfruto los colores de adelfas, hibiscos, jacarandas y bouganvilleas, hijas del sol y el calor.
Respiro lentamente, sin prisas en el alma, a pesar de la ingente tarea que me espera. Quiero prolongar este instante de paz, quietud y bienestar,... pero mi brújula mira ya al norte.
Pronto diré un hasta luego al Mare nostrum, surcando las nubes hacia el Atlantico norte, allá donde los profundos fiordos, de aguas heladas, cambian periódicamente los paisajes de mi vida.
Vuelvo a tierras de alces y bueyes amizcleros; a cielos de cisnes salvajes de altos vuelos; a lagos de castores y nenúfares; a bosques sin la albura de los inviernos; a jardines de rododendros y peonías; a corazones amigos, de tez clara, azul mirada y almas nobles.
Un año más y un año menos, en un mundo hermoso y cruel, que barrunta crisis económica y tambores de guerra, con pólvora y sangre.
Solo queda vivir el amor, la amistad y la belleza, esperando el apaciguamento de los lobos humanos, para vivir más amaneceres.


lunes, 20 de junio de 2022

Hijos por el mundo

A los 23 años, marché a Francia, para cursar un master con mi título universitario en el bolsillo. Viví los primeros dos meses en Lyon, perfeccionando el francés. Allí coincidí allí con numerosos becarios internacionales. Fue apasionante compartir aulas con estudiantes de unas 50 nacionalidades y profesiones diferentes.

Había americanos del norte y del sur, africanos, procedentes de las antiguas colonias francesas, asiáticos y por supuesto, europeos. Entablé amistad con Lidia Vallecillo, economista nicaragüense de gran corazón y comunista ideología; una uruguaya que me enseñó a bailar tangos; una peruana de Arequipa; una ecuatoriana de Quito; un canadiense de Quebec; un miliar chileno, ex gobernador militar de la isla de Pascua; un director de cine chileno, pro Allende; un iraní ingeniero de industrias petrolíferas; e incluso una preciosa malaya, llamada Lin, que de haber querido ella, me habría ido a vivir para siempre a su exótico mundo. Obvio decir, la preocupación de mis padres cuando la conocieron e intuyeron la posibilidad de perderme en la distancia.

Aquellos meses, fueron previos a la revolución iraní, con la llegada a su país del Ayatolá Jomeini, hasta entonces, refugiado en Francia; al sangriento golpe de estado de Pinochet en Chile y al fin de la guerra de Vietnam. 

Terminados mis estudios, trabajé casi dos años en una importante industria pesquera en la República Islámica de Mauritania. 22 flotas pesqueras trabajaban para nosotros, entre ellas, españolas, coreanas, sudafricanas, rusas y japonesas. 

Exportábamos pescado salado y seco a varios países ecuatoriales de África, especialmente, al Zaire. El comprador, un belga curtido en África, envidiaba los secos y abiertos paisajes de mi desierto mauritano y yo ansiaba conocer su verde e intrincada selva ecuatorial. Cuando los buques transportaban hacia el sur  nuestra mercancía, mis sueños de viaje seguían sus estelas en el mar.

Tuve opción de trabajar en una fábrica de conservas cárnicas en Angola. Pertenecía a una importante compañía portuguesa que explotaba una mina de diamantes. Tenía una cita en Lisboa para acordar mis condiciones de trabajo. Sin embargo, dos días antes, sonó una preciosa melodía en las radios del país. La canción, Grandola Morena, marcó el inicio de la Revolución de los claveles y truncó mi nueva aventura.

Tiempo después, rechacé in extremis, una oferta de trabajo para hacer el censo ganadero del Sahara español, primero escoltado por el ejército español y luego, por el marroquí. Rehusé la aventura, a pesar de la llamada del desierto, por no inquietar en exceso a mi familia.

En mi posterior etapa de funcionario español, viví varias décadas de calma personal, sin abandonar mis inquietudes viajeras. Cubrí entonces misiones de la FAO y de la UE, en Honduras, Senegal y Argelia. También tuve intento fallido de ser Oficial de Nutrición de la FAO, para Iberoamérica y las antiguas colonias francófonas, tanto asiáticas como africanas.

Consciente de un mundo cada vez más globalizado, envié mis hijos a estudiar idiomas en el extranjero. Recuerdo una vez, que tuve uno en Australia y otro en EEUU, mientras yo me encontraba en África.

Alguien me dijo que debía tener un gen viajero, que me impulsaba a viajar por los paisajes del mundo. No sé si es cierto, pero cuando me jubilé y recuperé la libertad, cogí mi mochila y pisé los 5 continentes habitables.

Mis tres hijos, han vivido el mismo ambiente, sin embargo, cada cual ha escogido un diferente estilo de vida. Si hace poco besé las aguas del Golfo de Bengala en Tamil Nadu y del Mar Arábigo, en Kerala, ellos están en tres mares diferentes: el mayor, en el Pacífico; el mediano, frente al Mediterráneo y el menor, en el exótico Golfo de Tailandia.

Cada cual vive su mundo en libertad. Tienen "alas para volar y raíces para volver" y nuestros abrazos son frecuentes. 

Mis padres respiraron cuando serené mis juveniles ansias de paisaje y sobre todo, cuando no me establecí en Malasia. También quedaron atrás mis lágrimas de silencio, cuando un hijo pudo establecerse en el Estado de Washington, en el Océano Pacífico Norte y otro en Chile, en el Pacífico Sur, mientras yo "vivía el sinvivir", frente al hermoso Mar Cantábrico. 

Abrumado por la posible lejanía geográfica de dos de mis hijos, no me afectó tanto que el tercero se estableciera en el Mediterráneo.   

Actualmente, vivo cerca de dos hijos junto al "Mare Nostrum· el "Mar entre Tierras", rodeados de extranjeros, que hibernan sus huesos en la luz del sur y vuelven, como las aves migratorias, al suave verano del norte.

Parece que nuestro gen viajero, se sosiega con los años, las raíces son mas fuertes que las alas y nos contentamos con esporádicos vuelos de ida y vuelta, para aterrizar en abrazos de familia.