Estoy en mi rincón, bajo los relojes que marcan las horas de
varios países del mundo. Todo es igual, salvo que la vez pasada llevaba la
incertidumbre y la emoción del camino y hoy llevo la certeza y la serenidad de
la experiencia.
Han sido días de prueba física y mental; de intercambios
humanos; de aventuras y desafíos; de duro trabajo y dificultades de adaptación;
de frío intenso y limpias praderas de nieve con hielos traicioneros.
Me siento fuerte, rejuvenecido por la experiencia, endurecido
por las circunstancias, deseoso de caminos sin fin, de aventuras de vida cuando
creía que ésta se extinguiría sobre un sofá. Creo tener “un saber lo que
quiero” y un instinto de vida, a lo salmón contracorriente, pero con cabeza;
con la fuerza del salto medido y con el arte de seguir las vetas de la madera,
como me enseñó mi madre, para dejar la superficie suave como un cristal, tras
una artesana muñequilla.
Sin pretenderlo, me encontré en una comida de una veintena de
mujeres aficionadas al punto. Tiré de mi versatilidad para adaptarme a las
formas del momento. Sondeé los conocimientos, las procedencias culturales y
lingüísticas, lo que se escondía en las almas de las compañeras de mesa y
descubrí cuando menos lo pensaba, una personalidad arrolladora. Y supe que era
momento de sacar la esponja mental y aprender actitudes, iniciativas e
inquietudes.
Antes había aprendido cerámica, aspirado suelos, ayudado a
preparar un discurso, hecho galletas y actuado como fotógrafo de prensa en
Bromont.
Antes había ordeñado vacas, recolectado huevos, lavado
platos, transportado heno, ayudado a techar una nave, faenado y envasado dos
vacas, embotellado varias toneladas de maple y reparado un circuito de captación
de azúcar de arces, roído por las ardillas en Marston.
Antes había cuidado llamas, alpacas, cabras cachemir y
paseado espléndidos perros por la nieve en Compton.
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