Hay días sembrados; aunque todos los días merecen vivirse,
algunos se deben marcar en el calendario de los recuerdos.
Tras un fugaz desayuno, Eva y yo, salimos a la nieve bajo la
nieve. Hacía -10ºC, pero el clima era soportable sin el efecto térmico del
viento. Hicimos la rutina de la mañana: poner comida a los camélidos, a las
cabras y las aves y recoger los huevos.
Luego, como cosa especial, dimos un largo paseo por la hoy
intransitada carretera, adivinando su curso por la ausencia de arbolado.
Llevamos con nosotros los tres bassets hound e hicimos el camino de vuelta al
trote de marines, canción incluida.
La perra de guardia externa, nos ladraba desde la
explotación, fundiendo su blanco con la nieve y las llamas nos miraban
extrañadas, como si hubiéramos errado el camino para cuidarlas. El cielo nos
mandaba sus fríos algodones, que tapaban nuestras huellas y besaban nuestra
ropa. La imagen era bucólica, valiente y hermosa.
Cubiertos nuestros afanes, recibimos a Réjéan y Chantal,
hermano y cuñada de nuestra acogedora Kathy. El vehículo se abría paso entre la
impoluta nieve y tras varios kilómetros, llegamos al lago Magog, un hermoso
lugar que regaló nuestra mirada. Vimos una playa muy nevada; el agua comenzaba
a congelarse, para dormir el invierno y un cartel advertía de la prohibición de
molestarla.
La ruta se empinó. Más tarde, su blanco nos presentó una
abadía benedictina del siglo XVIII. Éramos una cincuentena en la iglesia; la
mitad de ellos, monjes octogenarios cantando un excelente gregoriano en la
misa. Mi espiritualidad se elevó durante un buen rato y me sentí un poquito más
cerca de Dios.
Visitamos una tienda donde se venden productos de los monjes
para sostener la abadía y salimos al blanco. Una pequeña ermita, se erigía a
escasos metros, mientras unos negros cuervos, volaban el cielo con su croac croac.
La casa parecía de chocolate con su nieve, sus rústicas esquinas
y su maravilloso entorno. Era un lugar sorpresa, escondido en el paraje con río
incluido, donde la sensación de encantamiento, producía un gran bienestar. Un
molino, una reproducción de la casa en miniatura, caminitos empinados y la
bandera de Quebec, recordando la Francia con sus flores de lys. Era su casa; la
habían comprado hacía 14 años, casi a la par que la mía y Réjéan, la había
acondicionado, ampliado y rematado con detalles de cuentos de hadas.
Volvimos a nuestra casa, preciosa y también cercana a la
misma Riviera, pero no tenía el hechizo de la casita de chocolate. Aquí, la
mano del hombre había escrito sobre un precioso paraje, con letras de amor y
belleza, pero la majestuosidad del entorno, no estaba a la altura de los seres
humanos, sino de un ente superior, que las diversas religiones llaman y adoran
de distinta forma, a pesar de tanto ateo por la Gracia de Dios.
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