En los afanes de la vida; en el
hollar nuevas tierras; en experimentar nuevas sensaciones; en el conocimiento
de otras culturas de la Tierra, uno debe estar preparado para las contingencias
del camino, las actitudes de las personas, las diferencias de criterio y las
procedencias extrañas.
Y ello no es malo, si se tienen
las ideas claras, los principios definidos y amplitud de miras. Es más, resulta
enormemente formativo, cualquiera que sea la edad, color, sexo, religión o
estado civil, por ejemplo.
En cualquier parte y en cualquier
momento, puedes aprender de cualquier persona, por muy pobre, humilde o lega
que parezca y por supuesto de bípedos boniatos, bachilleres, licenciados,
doctores, pseudo o sin pseudo intelectuales de mayor o menor postín.
Y hete aquí, que en medio del
frío, rodeado de blanco sobre verde, cuando los árboles presentan su desnudez y
la vida se recoge entre paredes cálidas de fogón y chimenea, que uno aprende un
poquito más mientras soles y lunas cubren sus turnos de trabajo no remunerado,
iluminándonos la faz alternativamente con oro y plata.
La familia que me ofrece su hogar,
es de cuatro miembros: Maxine, de 16 años; Frannie, de 19 y sus padres: Jean
Luc, antiguo representante de gafas, camarero y últimamente maître y Rachel,
antigua camarera y en los últimos años, ceramista reconocida en Montreal.
Los cuatro miembros de la familia
Grenon, tienen un quinto componente adicional, el alto, negro, ágil saltarín y
dueño del frío y de la nieve, el inconmensurable perro Gastón.
La casa es un verdadero hogar, no
solamente por las condiciones de habitabilidad y bienestar de calor, amplitud,
luminosidad y paisaje, sino también, por la dulzura, la armonía y las continuas
manifestaciones de amor y respeto entre los miembros de la familia. El propio
Gastón, parece imbuido en ese clima deseable para cualquier conjunto de
personas y especialmente, de una familia. Lección de vida y de convivencia,
lejos de casa, donde calor humano gana a frío ambiental, entre colinas,
montañas, valles, pistas de esquí, centro olímpico de equitación y los animales
del bosque, que apenas he visto, como ardillas, cabras salvajes, ciervos,
zorros, mofetas y algún alce, como el que tuve la suerte de comer.
Hoy en la casa, tocaba trabajar
en el taller de cerámica. Con la humildad y la curiosidad del principiante,
lijé las piezas brutas de porcelana, para eliminar pequeñas aristas. Pensé que
así debía ser la educación o el intento de convivencia entre seres humanos,
quitando lo molesto con suavidad y respetando las formas y la composición de
las piezas. Luego, las pasé una esponja ligeramente húmeda, para arrastrar los
restos inservibles y dulcificar su textura, haciéndolas amorosas al tacto.
Cuando hube terminado, extendí cera con un pincel, sobre la firma de la
ceramista que hace las obras. Pensé que a las personas, no se las marca en
absoluto, pero cuando un ser humano, consigue crear un entorno de amor, respeto
y armonía, en cierto modo, deja su huella de autor, de la que puede y debe
sentirse orgulloso. Más tarde, la artista, señalaba a lápiz sobre las piezas,
los futuros contornos de las figuras a pintar, para que nuevamente yo,
extendiera con un pincel, una capa de látex en las zonas negativas de la
inminente pintura.
Y en esto que se hizo de noche,
saliendo Rachel para ver en Montreal, un concierto de unos amigos de esos de bin
bon borrombón bin bumm bumm, bua bua búuuuuu…, de canto a capela.
Y mientras ella castiga sus
tímpanos y agota su paciencia, sólo por el sentido de la amistad, pues dos
horas de coche en nevadas rutas y otras dos de borronbombonbó, búa búa dum dum
puede ser un castigo, paso a negro sobre blanco lo vivido y pensado en este mi
penúltimo día, en casa de la camarera y ceramista, que ha sabido crear un
entorno de amor a su derredor.
Y mañana, cuando haya huido la
plata y el oro asome por ventana; cuando haya desayunado frente a los amplios
ventanales que nos enseñan y nos protegen del blanco frío, volveré al taller,
para continuar la obra y tal vez, sacar nuevos paralelismos entre el arte de la
cerámica y el arte de hacer un entorno de amor y bienestar, donde prima la
entrega al egoísmo; la fusión sobre el individualismo, sin pérdida de libertad
y la suma en la que uno más una son más de dos.
Y en estas estamos, mientras
sonrío recordando que aquí, los inviernos suaves, son de 15ºC negativos y los
fríos, por debajo de los - 25ºC, efectos térmicos aparte, por el sobrecogedor
viento del norte, aquí, al norte de Norteamérica.
Y mañana, ya de noche, tras dos
autobuses y el coche de mi nueva familia, llegaré a la nueva casa, con una
jornada de cerámica y algunas horas de ruta. Pisaré las orillas del Lac
Mégantic y rondaré altas montañas, donde crecen los arces que dan motivo a la
bandera canadiense y dulce savia para hacer el azúcar de arce o sirope de arce,
lo que llaman el Maple. Decía mi padre,
que por prudente y por gallina, se muere menos y uno por si acaso, preguntará
con interés, si merodean lobos y osos, porque deseo pasear aún muchas veces por
las finas arenas de la playa del Sardinero, al olor del yodo y al ruido de las
olas, poniendo la cara al viento, para recibir un beso de libertad y salitre.
Bromont, Quebec, Canadá, a 28 de
noviembre de 2013, viviendo el invierno en pleno otoño. Lo que me recuerda, que
tengo sobre mi mesilla, el nuevo best seller de Ken follet, “El invierno del
mundo”, título ad hoc, para estos momentos de mi vida. Una botella de vino
argentino, música de jazz y una chimenea, hacen un tiempo entrañable. ¿No es
verdad?
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