Sigo en Sao Tomé è Príncipe. Es martes 1 de mayo, Día del Trabajo, que se celebra no trabajando.
Acabo de masacrar el segundo mosquito de esta madrugada y al
menos, parece que no tenía sangre. Esto, en Europa, no tendría más importancia
que darse un tortazo pescuecero y aguantar una pequeña roncha, pero aquí en el
ecuador africano, esto significa riesgo de paludismo. No puedo castigar mi
hígado con permanente consumo de malarone y por eso, asumo el riesgo de
contraer la enfermedad. Las mallas plásticas en los ventanales, la vela de
citronela, el aparato emisor de ultrasonidos y los repelentes, se complementan
con la Jenara, una pequeña salamanquesa, que corre por las paredes y techo de
mi habitación, en su afanoso safari de insectos.
Ya me he aseado y pardiez, que no es fácil la operación. No
tengo espejo en el aseo, por lo que me afeito y peino al tacto; la ducha es a
priori un paraíso de legionellas, sólo tiene un mango para abrir el agua fría,
que se me queda periódicamente en la mano y el desagüe, consiste en un agujero
en el suelo de la habitación. No necesito usar el bidé, pero resulta un peligro
el acceso a la ducha, pues está roto y puedo sufrir tremendos cortes en las
piernas. El lavabo y el inodoro, están aparentemente bien, pero es necesario
mantener un equilibrio inestable, pues no están bien fijados.
Ya han cantado reiteradamente los gallos del barrio Bombón,
donde se ubica nuestra casual casa, una otrora mansión portuguesa de la época
colonial. Me encuentro frente al ordenador, a la espera de que mis compañeros
se levanten y desayunemos antes de que el sol diga aquí estoy yo. Unas nubes de
evolución, me recuerdan que es posible una lluvia ecuatorial en plan, te vas a
enterar y pienso, que lo mismo me pongo el bañador y salgo a enfrentarme al
posible jarreo de zumo de nubes.
Cada día que pasa y ya van 5 en Sao Tomé é Príncipe, nos
ocurren un mínimo de 2 o 3 emociones fuertes, de las que te desbocan el
corazón, pero desde que estoy en estas paradisiacas y extrañas islas, he debido
adaptarme a navegar en el proceloso mar de la vida real, lejos de la algodonada
y fuelle vida de un funcionario europeo. No es el momento ni el lugar, para
escribir lo que he visto, oído y vivido en estos días; no puedo ser más
explícito ni puedo recordar todos los acontecimientos que a modo de lluvia
ecuatorial, se han precipitado sobre mí; no me queda más opción, que la de
encerrarme en un mutismo total, que me garantice el éxito de mi trabajo y mi
propia tranquilidad personal. Pienso incluso, que lo mejor es trancar las
experiencias en la cámara acorazada de mi cerebro y que duerman allí como las
joyas de mi Titanic, en el fondo del mar. Solo afirmo, que estos 5 días de
intensidad, darían más de sí, que varios años de memorias de vida.
Me acaricio la cara y compruebo que me ha quedado el bigote a
medias de afeitar; el maltratado estómago me recuerda que debo echarle
carburante y mi cuerpo está presto a la batalla de emociones y aventuras que el
día me reserve. En principio, la agenda del
día, es una visita a una roça, como aquí llaman a una plantación colonial de
cacao y café; una playa y una incursión en antiguos terrenos de cultivo, que la
feraz vegetación transforma en selva al menor signo de apatía.
Nuestro vehículo, no está tan desvencijado como el aseo ya
descrito, pero mi puerta no siempre se abre, mi ventana no siempre se baja y el
conductor no siempre es prudente. Pienso en el riesgo de la caótica circulación
rodada y en la escasa capacidad de reacción ante una posible colisión y pienso,
que mi seguro de asistencia sanitaria y de repatriación, no es un escudo
protector infalible; en definitiva, que de vez en cuando, pienso, que
simplemente, mi Ángel de la Guarda, tiene trabajo extra.
Una rama de micócó exhala un penetrante y acre olor, que
invade la cocina y llega al salón. Esta planta, es al parecer un posible afrodisíaco si se aplica directamente en la erógena zona de la refriega y puede
ser un gran negocio si se extrae el principio activo capaz de revivir antiguas,
disminuidas, perdidas u olvidadas capacidades eréctiles de los que se debaten
en la lucha contra la gravedad. En un país caliente, la sensualidad, yo más
bien diría, acentuada sexualidad, es una de las coordenadas de la brújula de la
vida. Por eso, no puedo más que recordar con una exultante sonrisa y unos
ojillos malévolos, la botella de aguardiente local, que se vende bajo el nombre
del Piloló atómico, simpático nombre que preludia al parecer, una noche de
pasión al descerebrado o inconsciente suicida que se atreva a beber el más que
probable alcohol metílico. Porque no olvidemos, que si una bebida alcohólica
artesanal es siempre un riesgo, aquí, en la raya del ecuador, te puedes pasar
definitivamente de la raya y reposar para siempre. Y es que, a veces, los
alimentos y las bebidas artesanas, ni tienen arte, ni son sanas.
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