Si África es llamada el continente rojo, por el color de su
tierra, Rusia se caracteriza por amplias extensiones esteparias de tierra
negra.
La zanja que he cavado, tiene 50 metros de larga por el ancho
de un palote y 40 cm de profundidad. Está en tierra negra, franca y profunda. He
instalado la tubería que comunica la casa con la fuente natural que sale en la
propia finca. Veronyka y sus 3 hijos,
tendrán por fin agua corriente y verán renacer sus vidas.
El porche tiene ya parte de su recubrimiento aislante. Por lo
que la casa aumentará de tamaño al tiempo que sus cimientos dejará de sufrir el
agua de lluvia que se filtra de las paredes. En otro tiempo, será el momento de
mejorar la instalación eléctrica y con ello, la seguridad interna de su hogar.
Tierra negra y un corazón rojo venido de occidente; trabajo,
alegría, contacto cultural, algunos momentos incómodos, la satisfacción de
haber venido y de saberme pronto en mi casa, tras una estancia de 3 días en la
exótica Estambul.
Soy una rara avis en este lugar. Numerosas personas habían
manifestado a Veronyka su interés por conocerme. Soy un “ojos pardos” en
tierras de “ojos de siberian husky”. Identifican a España con el sol, la
alegría, la rumba y… Barcelona.
Leo cada noche El umbral de la Tierra, el último Ken Follet
de su trilogía del Siglo XX. Tiene todo lo preciso para ser un best sellers:
una buena trama, un tema muy atractivo y un aspecto cada vez más señalado de su
obra: se está convirtiendo en un guarrillo que da al lector el morbo que
agradece. Para mí su lectura en Rusia, tiene un plus muy especial, pues habla
del hundimiento de la Unión Soviética y de la caída del Muro de Berlín. También,
por el conocimiento de los tiempos vividos; de los personajes políticos
internacionales que han marcado nuestros destinos, a mi propia visita a los
jardines interiores de la Casa Blanca y a la tumba del Presidente Kennedy, se
suman mis recuerdos de su asesinato, así como los de su hermano Bobby y de
Martin Luther King. También me evocan recuerdos de mis entrenamientos de
defensa personal con marines norteamericanos de la base americana de Morón,
procedentes de o con destino a Viet Nam durante la guerra o mi coincidencia en
Ginebra, cuando se celebraban allí las negociaciones de paz entre
norteamericanos y vietnamitas, o cuando el Primer Secretario de la Embajada de
Rusia en Mauritania, bastante cargado de vodka, me dijo en mi casa de
Nouadhibou, que nos iban a echar del Sahara entonces español.
Volviendo a la Rusia cuyo suelo estoy pisando, ayer tarde
tomé un té con un joven matrimonio, pacifista, ecologista y ávido de saber de
España. Más tarde, fuimos a la casa de un moscovita que miraba a mi anfitriona
con un especial brillo de ojos. Nos había invitado a su sauna particular y no
desperdicié la ocasión de conocer algo más de la forma de vida de este pueblo
cosaco.
No sé si fue un error, aunque ahora, a sudores y fríos
pasados, me queda un recuerdo para contar batallitas a mis nietos cuando tengan
la edad suficiente para entenderlas y aún sean lo suficientemente indefensos
para salir corriendo de “qué cosas cuenta el abuelo”
Lo cierto es que la sauna era una especie de iglú hecho de
ramas y plásticos, con un agujero en el centro donde colocar gruesas piedras
calizas ardientes en un fuego anexo.
En primer lugar, se metieron Veronyka y sus tres hijos. El
anfitrión y yo, llenábamos de agua un depósito exterior conectado con una ducha
al aire libre. Tras un buen rato, vi salir totalmente desnudos a Veronyka y su
prole, a pies descalzos en dirección a la glacial ducha. Parecía una perdiz
huyendo del peligro con sus perdigones. Fue una mirada tan fugaz como
involuntaria. Por respeto, volví mi cara al paisaje lejano, pero mi mente ya
procesaba el camino que más tarde debería yo seguir.
Cuando llegó nuestro turno, el cosaco se puso en bolas y me
dio vergüenza entrar con mi bañador puesto en aquél huevo de plástico y fuego.
Minutos después, ambos sudábamos como cosacos, hablando algo parecido al inglés
en tierras rusas, en la mitad de una colina, ornada de puñeteras ortigas. La
situación era bastante cómica e imprevista. Nunca habría imaginado estar
sudando en bolas, sobre un tarugo de madera, con un ruso y para más señas, con
un estrambótico gorro de gruesa y espesa lana similar al capuchón con el que se
apagaban los cirios en las catedrales mi niñez.
Salí en bolas, sorteando piedras y ortigas con mis pies
desnudos y me di una ducha de asesina agua helada. La noche extendía su negro
manto. Mientras, me vestía apresuradamente no ya por el frío, sino por mi
vulnerable situación. Una vaca mugió con fuerza; di un respingo y terminé de
cubrir mis “partes nobles”.
Entré y me calenté en el hogar de la casa. Superada la
prueba, con más vergüenza que frío, esperé el momento de retornar a la casa de
mi familia. Fue un largo paseo nocturno de linterna en la frente a través de
negros campos, con la pequeña Tasya a mis hombros.
Ya en casa, desprovisto de la ropa humedecida del camino, me
metí en la cama y me propuse terminar el Umbral de la Tierra, con el Ipad que
mis queridos ex compañeros de trabajo me habían regalado meses atrás, tras
recuperar la libertad laboral.
Hoy es mi último día en la aldea y mañana saldré para
Krasnodar e Istambul. Me esperan nuevas vivencias y posiblemente, nuevas
crónicas. Mientras, pienso en la oferta de viaje que mis amigos franceses y
bielorrusos me han hecho: Lituania, Letonia, Estonia, Rusia y Bielorrusia. Tal
vez, cuando pasado un tiempo y haya disfrutado nuevamente de mi bañera, valore
esta nueva oportunidad, pero hoy por hoy, pienso en la americana expresión
Home, sweet home.
En las colinas de una aldea cosaca, a 17 de octubre de 2014.
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